Cenizas, ¿de qué luto? Despertar, ¿en qué vida?
(L.ROSALES, Diario de una resurrección)
I
Dicen que estabas muerta y has resucitado. Los muy necios llaman vida a que comparezcas ante ellos y hables, llaman verdad a que te entiendan aunque lo que dices sólo puedo comprenderlo yo, el práctico de tu puerto a oscuras.
Vuelves a la casa común en busca de una voz que es sólo tuya y de un espejo que es sólo mío, y graznan las aves del agüero equivocado: han vuelto a confundir tu don esquivo con una regalía, han errado el tiro otra vez. A ti, diana móvil, no ha nacido aún quien te acierte entre las cejas.
II
Has hablado.
Cualquiera, en mi lugar, se conformaría con lo dicho, o a tus palabras le inventaría una entraña para poderlas desventrar.
Cualquiera se habría dado por haíto con la mitad de los verbos que conjugas en público y un tercio de los nombres que me atribuyes en privado.
Cualquiera, con mis coturnos y mi cota de mallas y mi amplio historial exegético, afilaría el canto con el que me doy en los dientes cada vez que te vuelves y abres un hueco en la luz y viertes en ella el quicio de tu desafio incongruente (desmedido por falta de raíces, inteligente por obligar a los hechos a comparecer y comer en tu mano abierta con los dedos apretados).
Cualquiera, pero no yo.
Yo no he venido para interpretar (no es tu signo lo que anhelo), sino para esclarecerme (es tu presencia, es el clamor de tu sombra cada vez más precisa e imponente).
III
La vida está en otro lado, o en este lado pero contradiciéndose a cada momento, o en todas partes aunque desecha en proyectos y en rencores y en quimeras que no acaban de coagular o que, si lo hacen, se rompen cuando cristalizan.
La vida que, a borbotones, se derrama por doquier no es la que queremos: ella necesita un ancla entre travesías, ella exige alas cuando los pies empiezan a hundirse en la arena movediza de lo evidente, ella pide más o menos cuando le damos menos o más, la siempre cambiante, la irresoluta.
La vida se refuta a sí misma justo en el momento en que empezaba a adormecerse, creyendo que lo había era la totalidad de lo existente. Claro, aún no sabía que le faltabas tú hasta que apareciste y se dio por informada. Mírala ahora: volcada hacia afuera, suspendida en el vacío, llamándote y desmintiéndose, pobre rata sin dientes, no tiene aún dónde roer.
Con idéntica desidia pasan las escaleras de un estado inerte a otro mecánico, ellas, las que ayer se alejaban de una en una y ahora comparecen todas a un tiempo. Yo, que las veo desfilar insinuantes, bien reconozco su secreto propósito: quieren que ceda a su facilidad de elevación, y pierda con ello la clara memoria de mis orígenes. No lo consiguen. En mi carne llevo inscritas las cadenas del subsuelo, así pues ¡quedaos tranquilas! No perderá su cabeza este Bautista. Seguir clamando es lo que quiero, y no por cierto en la azotea atrio falso que devora en densidad lo que afirma en devaneo.
Mostrarse de manera parcial y sesgada es el modo que tiene el tesoro submarino de prevenir el ataque de las algas. A ellas sólo apetece lo que se les resiste con encono.
La fragmentación del legado no atenta contra su integridad profunda: por el contrario, la lleva hasta el extremo, justo allí donde perdiendo el nombre accede a su omnisciencia, a la permeación de la substancia por el agua clara de la hecatombe.
Los besos sólo son necesarios para constatar cuánto inanes son los besos. Mis labios se colman siempre en su contra.
Las peras que ambiciono son las que crecen detrás de la tapia. Los frutos que penden hacia este lado, aun nutriéndose del mismo tronco, carecen de la suculencia extraña que poseen los de otras ramas, más recónditas o más altas. Por un malsano privilegio o una condena muy dulce, yo sólo percibo el sabor de lo remoto, o de lo arcano.
La función de un elemento nutrititivo es la de transmutarse,
no la de imprimir huellas indelebles (I. Shah).
El tema que me propusiste fue: ayúdame a entrar.
Yo lo envolví en puertas giratorias y persianas enrollables, no en vano le debía la ceremonia reservada a las contraventanas y el denso cortinaje cuando cede y deja ver lo que ocultaba.
Llegué a casa, al hogar en llamas amueblado con teclados, laúdes y todo tipo de instrumentos caídos en el olvido (mi favorito: un arpa que sigue el ritmo de la respiración humana).
Puse el tema en el atril, tu anuncio de tan sólo tres compases, dos de los cuales alicaídos y el restante, poderoso en grado sumo.
Probé a ejecutarlo al clavecín, en homenaje tan sólo al artista de la fuga sin fin y maestro bastante en el arte de los desarrollos. Me gustó el tono lánguido e insinuante, pero no su escasísima capacidad de percusión (tu petición era sibilina, pero mi respuesta debía rebasarla ampliamente por la izquierda).
Pasé al órgano positivo, el cual, pese a su nombre, potencia las emociones negras: ni rastro del impulso humanitario que yo le supongo a toda demanda de socorro, sobre todo si ésta procede de un espíritu que se precipita en el marasmo espurio y soso.
Uno tras otro, fui interpretando el tema infausto con los miembros de la orquesta completa: el frágil oboe damore, la sagrada viola da gamba, la tiorba anacrónica sin resultado. La frase de marras acababa mutando, una vez y otra, en su contraria.
No te extrañe, pues, que en lugar de la ofrenda concertada, yo te regale esta otra, tanto o más desafiante en lo musical cuanto inhumana: entra en mí y salgamos los dos juntos; quizás no pasemos a la historia del Arte pero, para compensarte, la densidad sí te la aseguro..
Al poeta que odia encender la chimenea cada mañana, y prefiere calentarse con el radiador; a esa mano perezosa cuyo culto a la llama le impide saber de la chispa primordial; a esa utopía de las calderas electrógenas, yo le espeto: ¿por qué rebuscas en la leñera o en el carbón el reflejo huidizo! ¡A tus novelas! ¡A tus novelas, chorizo!
[...]
Lo trascendente no puede ser trascendido: si se duplica en otro sitio, y distinto a su suelo natal, vuelve a la fuente de la que quiso escapar (donde, ausente otra vez, permanecerá informulada).
[...]
Aventuro hipótesis de interpretación, a cuál más descabellada, no para resolver el misterio del fenómeno descomunal, sino para escoltarlo con guerreros.
[...]
Tú sabrás lo que yo desconozco: ese es nuestro punto de confluencia; ese, tu oscuro magnetismo el cual, espero, nunca resuelvas (¡oh, tú, mi único abismo!).
[...]
La credibilidad de la actuación es competencia de la platea, no del actor: éste, únicamente a sí mismo se convence.
[...]
Todo se repite. Todo vuelve (como mínimo, una vez: para expiarse, el error; para ver cómo el agua la rebaja, la maravilla).Todo comparece, de la misma forma pero ante distinto tribunal: somos nosotros impacientes por diferir, ansiosos por irnos quienes, en el ínterin, desistimos. Cuando se produce la anhelada resurrección, nuestro impulso ya ha decaído, abandonando (en su estúpida huida hacia delante) un cuerpo exangüe, una esperanza vacía y deshuesada.
[...]
Yo sólo fui niño con 33 años, y durante meses. Mi alba ingenuo tardó en prender lo que anduvo rauda en apagarse. Ingenuo, sólo semanas; ausente, la eternidad.
[...]
Vilos: los mínimos imprescindibles para mantener tensa la cuerda. Gozos: pocos, pero inseguros (de otro modo, se ajustarían a mi propia expectativa, zanja y muro). Unción: la mayor, ella sí, desmesurada que importa menos mi aprensión que el modo que se enreda alrededor de mi cabeza.
[...]
¿Cuántas lunas puede llegar a absorber el mosto de mi esfera en la bodega del tiempo? ¿Resistirá el próximo eclipse en la sala de máquinas astrales, o va a temblar como una enseña maltratada a barlovento? Con la duda implícita en la abertura, sigo criando mi planta rara: ella realiza lo que yo sólo intento. Nutriéndola, soy yo mismo quien me acrezco; renunciando a lo que veo, con mi propia mañana ella sola me deslumbra.
[...]
Las cascadas han de bajar por las rampas tan sólo; el remanso se acomoda a la exacta horizontal. Ningún agua bendijo jamás un suelo aciago, ni recibió a cambio el saludo bautismal el signo claro de la mutua adecuación.
[...]
Al licuarse su propia cera, la mecha está exhumando un pábilo antiguo sobre el que ella misma cobró fuerza y elevación: con idéntica violencia arden ahora los dos, bebiendo el mismo líquido justo antes de apagarse. (Tal como lo escribo ha sucedido, y prendo también yo).
Tu pureza:
la inmediatez
que yo no alcanzo
pero me enreda.
Tu energía, tu fe
en lo incondicionado:
las dos embelesan
mi secular cuidado
en verdad, la idiotez
de un espíritu cuadrado.
Tu existencia:
mi esencia, mi ser
como tú, querida Eva,
si tras de ti yo quedo intacto
y me decido a renacer.
Para Marian
Por la sombra que proyecta
tu cuerpo al ser iluminado de frente,
yo reconstruyo
la parte que de ti más me interesa:
la que no se ve,
pero te sustenta.
Ese lado
oscuro sólo para quien te sueña
cauce y no curso
agua aparente
de una fuente que se ausenta
al no intentar retenerte
es del cual yo quiero saber,
y con tu anuencia,
precisamente:
que en el abstruso
arte de conocer
lo mejor de cada uno,
no hay mejor ciencia
(presumo) que la de verse
en el espejo con ojos puros.
Pico piedra en la cantera del Diablo: aquí, bajo el pútrido sol irrelevante, estoy purgando no sé qué antigua pena (quizás un patinazo en los hielos lisos de mi tierra natal, quizás la algarabía que me embriagó cuando fui inmortal y testarudo).
La expiación consiste en dar con una gema entre tanta arenisca, exhumar el secreto brillante al que toneladas de fósiles y guijarros mantienen en estado de hibernación.
El método, no lo conozco; no domino el protocolo de mutar el plomo en oro.
Será por eso que sigo aquí, en los fueros caniculares, hurgando en la entraña de un erial que, tal vez mañana, me otorgue su luz y, entonces, yo cante.
De este río de montaña donde el agua arrastra oro, yo apenas consigo extraer un triste polvo amarillo, arenas que brillan con un ocre prestado por el sol, promesas desvaídas, esperanzas romas. De este cauce que amaga el tesoro antes de asestar su golpe, yo sólo pretendo beber la gota, el punto licuado, cierta reflectancia tal vez crespuscular, salvífica empero en su ironía destilada y poco soez.
[...]
¿Qué esperas de la grieta que se abre en la muralla gris? Sabes por experiencia y saber por adivinación que volverá a plegarse sobre sí misma y quedarás otra vez fuera, fuera de su abrazo y lejos de su agresión: serás nadie de nuevo, avejentado e insulso como el que más —tú, tú que la pared escarnecías y ahora pereces bajo el filo de la espada.
[...]
Y cuando la barca se desequilibra abiertamente hacia un mismo lado (el contrario siempre) y los remos caen al agua y el timón alabea y las olas amenazan con tragarse todo lo que antes escupieron. Y cuando la travesía se vuelve incierta porque no se ven las costas, y no se conoce el término de la exploración. Y cuando los mares parecen menguar hasta la categoría de tormentas cerebrales —dudosa existencia, la del exterior abierto a la navegación. Y cuando el viento amaina y las velas se desinflan y el motor, el motor renquea, incapaz de mostrar oposición ante la flacidez universal. Y cuando tú lo miras todo como a distancia, y lo oyes todo con la sordina que impone la experiencia acumulada, y recelas de lo que viene por mor de lo que fue. Y cuando acaba el mundo en sus trece poco gloriosas, tú aún conservas la escafandra para pensar en la alternativa, tú apuestas todavía por la meta sacrosanta: la de la inmersión.
[...]
Si tú hubieras visto caer los eucaliptos a mediodía y al rascacielos desplomarse. Si recordases como yo los grandes nombres postrados, no cuando ascendían sino al final, en plena caída vertical e insomne. Si en la retina las aguas no se hubieran congelado justo cuando prometían lavarla y conducirla hasta el umbral de la primera unción. Si retuvieses mi visión del mundo en retroceso, de las llamas consumiéndose, del ser admitido en el orco de la depauperación, NO LLORARÍAS, no de ese modo apolíneo y desvinculado al menos. En tu asistencia yo encontraría una anuencia que, sin embargo, no veo. En tu afán por socorrerme traspasaría —nexo cierto contra la sofocación— la conciencia común de estarse muriendo, y no hacer nada por evitarlo.
[...]
Es falso cualquier destino que te aparte de tu ausencia de destino. Miente toda ubicación donde tú (el gran descolocado aquí, e inserto en otro lado) pudieras hallar el acomodo. Para dar con tu posición exacta en el mapa, y poder determinar la ruta en consecuencia, te falta el saber de los extremos. Todo es en vano, cuando se ignora por derecho el límite claro de lo que somos. No es de recibo, esa inscripción hecha de espaldas a la conciencia que desconoce su raíz, y su coda.
[...]
Han bajado las temperaturas, pero se ha invertido la expectación. El proceso de cocción permanece en suspenso: de una lengua de llama depende que prosigas tu transformación en cuerpo celeste o regreses, de nuevo, al estado de masa amorfa.
[...]
La mano ya no sostiene, ni es sostenida. Poco a poco se guarecen los dedos en un puño que (olvillo replegado en demasía) ni puede golpear, ni te defiende. Lo que fue tu arma de conocimiento —la impactación, la caricia—, deviene paupérrima coraza, e ineficaz.
[...]
Llevo mal, no el acto mismo de envejecer, sino sus efectos amortiguados: la general desatención, una conformidad malsana (pues no exulta, sino que se endurece), el lento y capilar acomodamiento a cuanto hay, cierta tendencia al retroceso, a defenderse —tú, el ariete de otros tiempos—, a evaluar lo que fuiste al alza y a la baja alternativamente. Llevo mal, el saber que esto se acaba y no hago nada por reanimarlo: el cuerpo reverdece; el sueño, no.
[...]
El líquido que llamaste traslúcido, ahora te parece, simplemente, incoloro.
“Y aunque cierres los ojos, aunque no quieras verla,
en el mismo panal que alimenta tu sueño
a escondidas desova la famélica sombra”
V. GALLEGO, Viento de poniente
[...]
Algunas palabras son como salpicaduras: refrescan, aunque no empapan; apaciguan el sofoco, pero no pueden calmar la sed.
[...]
Nunca se sabe. Gracias al Cielo, la resolución es un sello que carece de curso legal.
[...]
La certidumbre del final tiñe los preludios de una ambigüedad (mitad blanca, mitad negra) sin la cual la existencia misma resultaría insoportable.
[...]
Los silencios no son elocuentes; más bien, no dicen nada. La ausencia brilla escasamente (la luz que le atribuyes es el reflejo del sol en su coraza metálica). El vacío que me llenaría se parece menos al del avaro que al del suntuoso despilfarrador: por detrás, yo el hueco ya te lo deduciría.
[...]
Entre dos boxeadores veteranos, vence el primero que amaga el golpe y obliga al adversario a mostrar cuál es su defensa.
[...]
Quien se coloca a cierta distancia de la cancha para analizar, concluir y establecer estrategias, sólo abusando del lenguaje puede llamarse a sí mismo jugador.
[...]
Decide ya: o la perspectiva inocua, o la ciega acción.
[...]
Un poema con dedicatoria es una carta blanca emborronada por quien la firmó.
[...]
El tiempo puro
La mañana pura
La hora feliz: el instante
de máxima reconcentración
en la íntima apertura
al tiempo, a la mañana,
al efímero minuto
sin sobra ni falta.
Placer enjuto,
dicha bastante:
ahora sí estoy.
[...]
El vacío se llena con cualquier cosa. Lo difícil es que la hartura (compañera nuestra de la cuna a la tumba) acceda a que el aire y la luz penetren en su interior.
[...]
Instantáneas: eternidad moviendo el rabo.
[...]
Pan que abres el hambre
a su entraña onírica.
Vino macerado en una sed
que nada puede saciar,
pero emborracha.
Eucaristía nutricia,
la del alma
soñando otro sustento:
aunque no sea el cuerpo
transmutado en albricias,
yo la quiero atesorar.
(VIAJE ASTRAL)
Por este éter de verbos estáticos y banners en flotación, cruza raudo mi cuerpo de pura poesía-ficción: me dirijo hacia el confín del nodo local, allí donde quizás me esté esperando la criatura artúrica de mi archipiélago enano.
Vago sin rumbo claro, ora hacia la plaza pública, ora hacia el rincón privado en el que multiplico mis esquejes y prolifero. Es en vano. La cometa de mi atención se desperdiga. La pluma que soy expuesta a cualquier viento que quiera saber de mí en clave extraña, puede más y no se ahorma. Aunque se me concediera el posadero por el que ahora clamo y reclamo, mis pies no acertarían con la ubicación: llevan demasiado tiempo danzando, y caeríamos los dos (mi sustento y yo).
Braceando sí prospero. Muevo los pies como si fueran aletas. Surco los espacios telesféricos con la soltura de un funambulista que se ha librado de su pánico a las profundidades (en los mares no hay alturas). Avanzo a cámara lenta. Cuando me complace lo que veo, retrocedo y lo vuelvo a contemplar. Poseo el privilegio de la ubicuidad malsana, la que me da este siglo confuso y preclaro a partes iguales.
Un momento. A lo lejos diviso una sonrisa. ¿Es la señal? Hacia ella pongo proa. Ya es noche oscura, pero aún nadie ha certificado la inviabilidad técnica de la salvación. De la catódica, no.
A medida que me acerco, compruebo que los claros perfiles de la boca de mi musa se van desdibujando. Poco a poco, le adivino los píxeles, la gamma, el desenfoque, la inconcreción consustancial a su desmesura. Es lógico: cuando te aproximas a lo remoto, se transforma poco a poco en conocido, y todo se deshilacha.
La próxima vez que emprenda un viaje astral, lo haré sin ojos.
El azar existe sólo por fuera o sólo por dentro. Para quienes volcamos la ilusión en la raíz y en las hojas (agua oscura a pleno sol), la coincidencia es una trampa del sentido, o un fruto en forma de cepo abierto. Todo existe para sí, y sin tretas.
De la lucidez también se despierta.
Los militantes del Cielo demuestran su convicción socavando todo suelo. La rapiña y el saqueo son sus modos de afirmarse hijos del otro lado.
Rimas imprevistas, asonancias casuales (así en el verso como en la vida).
Dificultades para seguir. Trabas de última hora: en la chicane, dos trenes polemizan sobre las preferencias de paso. El moderno rompecarriles asume sin vacilar su carácter robótico; la locomotora de vapor no es quién para imponer sus humaredas. En la barrera, un guardagujas aovilla la lana que nadie va a cardar (las bufandas han pasado a mejor vida). Los andenes rezuman pasajeros. El retraso es general.
La primera estocada provocó una gran hemorragia. La segunda se tradujo en cortes, arañazos y alguna que otra escoriación. Todo lo que vino después, o tuvo que penetrar una capa de piel endurecida, o se vio fácilmente rechazada por su carencia manifiesta de profundidad.
Para poder atravesar el vacío que nos separa, la cuerda que une nuestras dos orillas no ha de estar ni muy flácida (no me podría sostener) ni tensa en demasía (saldría despedido a gran distancia). La idoneidad de nuestro vínculo la lanza tu mano y la cruza mi pie.
Los lazos del furtivo sólo alcanzan a apresar piezas ya muertas, o muy malparadas. Las trampas atentan contra el interés de su benefactor.
Quien espera, desespera; quien la sigue, la consigue. Dos refranes juegan con mi paciencia a ver cuál de los dos la tiene más larga, la bendita soledad.
Ausente de mi entorno mediado, relativamente inserto en mi circunstancia tangible (la concreción es una de las caras visibles del infinito), pongo proa hacia la línea que se comba a medida que a ella te aproximas. La navegación que emprendo no admite votos piadosos; el destino al que me aboco no conoce la advocación. Todo en el mar es una promesa vaga, y mi chalupa la corta sin herirla. El vacío no sangra; lo etéreo no puede naufragar.
EL HIATO
Lo difícil no es subir (nos ayuda la ceguera vertical), ni caer tampoco, con el viento de popa y las cimas coronadas. Lo auténticamente sobrehumano es lo que nos obliga a consumir las tardes en largos preparativos, en propósitos de enmienda, en rodeos. Lo inhumano por vacío de sentido, que es alimento y embriaguez en la penuria, lo que nos agota y hace dudar, es saber adónde tenemos que acudir y no ponernos en marcha (extraños motivos nos retienen), es conocer la respuesta pero no preguntar a tiempo, o no hacerlo de la forma adecuada, o callar fuera de hora. Lo que nos desgasta son los tiempos muertos, la mudez nuestra o la sordera de afuera, el hiato, el hiato entre esta disposición a ser y cierta vocación congénita a no presentarse.
EXPLORAR
La explanación es irrelevante. Cuando crees que propicias el tránsito por entre las gargantas y los puertos (la montaña es un vasto espejo de pie), en realidad estás confinando a los turistas a dar vueltas sobre sus propios pasos.
Explorar implica el riesgo (erótico) de despeñarse a solas, y que nadie entierre nuestros pedazos.
LO QUE PUEDE DECIRSE
Decir lo que puede decirse. Callar lo que no se articula (pero no carece de forma: los ojos lo atestiguan). Aprender cuál es el límite entre ambos territorios que, aun simultáneos, se repelen. No arrancar. No proferir exabruptos sobre el agua y el aceite. Navegar los elementos. Escribir desde y hacia. Respetarse en el silencio. La tarea es un viaje desde lo negro hacia los blancos.
CONTINUIDAD
No soy yo mi futuro. Esta edad mía de ahora no prolonga ninguna otra que pude quizá precipitadamente tener o ser. El instante en el que escribo, me digo por primera y única vez. Por eso no envejezco. En mi tiempo (que es el de la piedra y la palmera: el minuto eterno de la inacción) no existe la continuidad. Aquello que fui, lo sigo siendo en otro lugar; lo que seré, permanece en estado de suspenso siempre. Encarno mi propia promesa retenida y aceptada.
Contra toda evidencia persistir. A pesar de los pesos pesados, del lastre acumulado en la espera y del argumento habitual contra la confianza volver a intentarlo. El perímetro de mi mundo es el de mi ilusión, el de mi anhelo justo antes de contrastarse. La superficie que habito es la de no ver sino a contrapelo.
Los compromisos mundanos ahondan la brecha, expanden el tiempo, multiplican la distancia entre este instante de visión y sus espectros de enredadera.
¿De qué hablar cuando nada pasa y todo queda, se queda y persevera? ¿Cómo poner el verbo en movimiento, cómo darle alas a la predicación, si del lado del sujeto se confía todavía en las dos suertes: la de la cima y la de la pendiente, la oscura y la clara, la ida y la venida? Sólo entre dos quietudes extremas puedo aventurar esta palabra; sólo a punto de cuajar, se licuan el amanecer y la noche postergada.
Hay interlocutores con los que es imposible cruzar una sola palabra en la Plaza Mayor sin tener en el acto la impresión de que nos estamos haciendo una confidencia mientras que, con otros, nos sentimos públicos, expuestos y despersonalizados incluso hablándonos mutuamente al oído.
La termodinámica de la expresión: no basta con la calidez, se requiere también el movimiento (frenético o pausado, no importa, a condición de que se produzca al unísono).
Las estructuras bimembres afianzan la percepción monista del universo como si no supiéramos que siempre hay un tercero excluido, una cuneta.
La reiteración en el fracaso (la misma piedra es otra piedra), el tedio de caer siempre, no me impide volverme a levantar: moriré ignorante, risueño y empecinado.
Dejé sin resolver las dudas
asequibles a mi alrededor,
y aclaré en cambio las insolubles
o eso creía hasta hoy,
en que éstas se han marchitado
y aquéllas,
aquéllas han vuelto a reverdecer.
Me pongo al volante cada mañana de mi cuartilla descapotada, y le pregunto: ¿a dónde vamos hoy? Sus ruedas son mis piernas. Se desplazan hacia adentro. Unas veces, en círculos concéntricos, apenas hacemos otra cosa que girar alrededor de una vieja idea, ya gastada, a la cual le seguimos sacando brillo con nuestra lengua de lustrar significados. Otras veces (más raras y, ya sólo por eso, afortunadas), bailamos en espiral, hacia abajo o hacia arriba, que más da, si lo que importa es conocer, partirse el pecho y la coraza, abrir la luz, ahondar el agua, gozar, gozarse en la autoinmolación que es un bautismo que es una forma inédita de seguir siendo el mismo y siempre distinto.
Así como otros (más altos y más guapos, más vulnerables también al zarpazo del absurdo a mediodía) conducen sus flamantes carromatos hacia cualquier establo ajeno, yo cada mañana tomo las riendas de mi vida escrita y, dócil como un amante reciente, le inquiero: ¿nos vamos o nos quedamos? ¿Quieres guerras o me declaro en paz con el orbe de lo creado, esa fuente infinita de malentendidos? ¿Me hago el quebradizo (ah, la pose exacta del titán que juega a lo que no es) o soy hoy invulnerable: impávido patán de la pata quebrada y en casa?
Todos los días, a las ocho más o menos, mientras las autovías están que revientan de inercias y espectros ambulantes, yo, el parado sólo por fuera, me aventuro por los senderos expeditos del tiempo otro.
Nunca tendré una obra. Lo que escribí no saldrá de su actual estado insular y silenciado. Mis textos seguirán para siempre en el limbo de su irrupción: rompe y rasga y no sutura, la palabra no plegada en una caja.
Nunca tendré una obra. Seré el artífice de mil fragmentos sin una clave de recomposición. Daré a mi memoria una forma nebulosa y lejana, como si yo hubiera venido aquí a dar testimonio de lo que no hay, o existe en otro lado.
Nunca tendré una obra. La casa que erigí se hundirá, no por falta de cimientos (ninguna los tiene: vivimos en el vacío del fundamento del hogar), sino por no haberse ceñido a las sólitas cuatro paredes, a la caja, como digo. Yo he vivido como he escrito: derramado por los campos.
Nunca tendré una obra. Mis restos serán restos de piel en una playa descarnada. Mis huesos se pulverizarán como si nunca hubieran sido leídos.
Nunca tendré una obra: no reuniré mis pedazos en un todo comprehensivo y comprensible. Quedaré para siempre disperso, dionisíaco y sin interpretación.
Nunca tendré una obra. No habrá redención para mis denuedos estériles y desorientados.
No hay manera: se pierden las voces antes de poder ser escuchadas, agoniza el eco que podría sostenerlo.
No dura el impulso del arranque lo bastante para que cunda y se adense y pueda cuajar.
El sonido de la respiración perdura como un sustrato líquido y balsámico, mas las palabras las palabras caen enseguida en el olvido:
a ellas, que nacieron con la sana vocación de transcender y de expandirse, sólo un destino de mordaza les espera.
La gran oportunidad que buscas, esa brecha oscura o luminosa (en todo caso, carente de accidentes: pura continuidad sosa y sin aliños), ese lienzo en blanco o negro al que confías la abducción de las torpezas en aras de una fluidez, de un marasmo consentido y con música
La ocasión por la que imploras un llanto incontenido, un vaso que se derrama, partículas mezclándose con el éter insomne de la madrugada, el salto cualitativo, el punto sin retorno que te lleve de este lado a ningún lado
El crack en el que depositas tu esperanza increyente y tu mal consumido afán El clic donde descansan todas las bazas del semiahogado (su ceguera es su salvavidas) El boom que reventará los goznes del portón de la muralla El big-bang inconfundible de la develación
El reino de la luz, ¿dónde resuena?
Si nos asalta la sensación de fracaso, de que hagamos lo que hagamos teníamos que haber hecho justo lo contrario, es porque en la vida uno no aspira a esto o a aquello en concreto: no es la parte hacia lo que tendemos. Puestos a querer, lo queremos todo y como niños jugando a un juego ancestral y peligroso, con menos no nos conformamos.
Elegir es cuartearse. Optar nos desmembra. En la irresolución alcanzo a vislumbrar el perímetro total de mi ser no limitado por esto, eso o aquello. Absteniéndome, me dilato.
Al contrario que al emperador, a mí no me sigue los pasos un bufón, sino un ángel o un demonio que, ante cualquier decisión cotidiana, me susurra al oído: ¡recuerda que eres inmortal!
Calcular: tarea de enanos. Reservarse estratégicamente: conducta propia de un espíritu avariento. Derrochar, volcarse, invertir a ciegas: deleites exclusivos fuera del plebeyo alcance. Despilfarrando mi ilusión, yo me monarquizo.
El suave tedio que me envuelve cuando la partita emboca su enésima variación no tiene nada de aburrido: por el contrario, acumulando notas en la misma dirección, penetro en un mundo diverso, plagado de matices y recovecos inasequibles a la invención melódica (siempre hambrienta de novedades).
Amplias reverencias con todo el cuerpo. Un brazo
desplegado como el aspa de un molino
provisto de alma y calmo.
Barro el espacio con mi gesto agradecido:
con esmero arramblo luces, brillos y destellos
flotantes.
En mi vientre hospitalario hallarán
mucha tela que cortar; en mi pecho abierto
de par en par, una sede expectante
al asalto.
Convenciones: para vulnerarlas. Leyes: para transgredirlas. Sueños: para sostenerlos contra el viento y las mareas incontenibles. Pasión: para nutrirla en la bajamar. Expectativas: para ver, impotente, como se ven defraudadas.
Yo sólo confío en mi intuición cuando escucho lo que la música tiene que decirme: es la única ocasión en que no percibo de memoria.
El automóvil achica las distancias y dilata las esperas. El automóvil se zampa dos de nuestras vivencias más preclaras: la de nuestra pequeñez en el espacio y la de nuestra enormidad en el tiempo.
La vida fácil: la vida en la que no hay que evocar.
Cuando todos los apetitos están saciados, el tedio llama a la puerta para recordarnos que nuestra hambre es de otro manjar.
Analgesia = anestesia.
Las breves temporadas en el balneario buscando la salud el largo tiempo perdiéndola por los eriales: ¿quién ajustó el fiel de la balanza, cómo se echó a perder la adecuada proporción?
Sales a buscar agua, y por el camino hasta las fuentes pierdes la humedad natural de tu cuerpo. Peregrinas tras el rastro de un resplandor, y en la noche se disuelven los luceros interiores que te permitían avanzar.
La sensibilidad (ese complejo entramado de reacciones brindamos al mundo en correspondencia a sus violentas inquisiciones) es el único escudo 100% reversible: ora nos defiende, ora nos ataca.
Explorar en un mundo de mapas es como leer un libro escrito en otro idioma: todo es evidente, pero nada tiene sentido.
Cualquier estructura es válida, a condición de que cuente con un amplio aliviadero; todas las formas sirven para la sempiterna labor de llegar, tomar posesión y partir acto seguido.
El mundo es una partitura musical: cualquiera puede tocarla, pero muy pocos interpretarla.
Estatus, sí: el de la evanescencia.
fff = ppp (humanamente insostenibles).
La afición al cambio de blanco convirtió al experto tirador en vulgar artificiero.
Libre asociación de imágenes: sólo para poderles percibir la vértebra subyacente (la dictadora).
Lo peor de la resaca no es que el agua retroceda, sino que lo haga llevándose consigo esos corpúsculos en cuya súbita aparición creímos atisbar un mensaje.
La piedra de toque, el instante decisivo en la carrera de todo pianista (atrás el denuedo, abajo la presunción) se resuelve en un único acorde, de no más de dos compases, de una pieza brevísima que el compositor pergeñó en apenas un suspiro él mismo punto de inflexión y sin retorno: bautismo suficiente, bombazo clarificador.