“Y aunque cierres los ojos, aunque no quieras verla,
en el mismo panal que alimenta tu sueño
a escondidas desova la famélica sombra”
V. GALLEGO, Viento de poniente
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Algunas palabras son como salpicaduras: refrescan, aunque no empapan; apaciguan el sofoco, pero no pueden calmar la sed.
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Nunca se sabe. Gracias al Cielo, la resolución es un sello que carece de curso legal.
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La certidumbre del final tiñe los preludios de una ambigüedad (mitad blanca, mitad negra) sin la cual la existencia misma resultaría insoportable.
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Los silencios no son elocuentes; más bien, no dicen nada. La ausencia brilla escasamente (la luz que le atribuyes es el reflejo del sol en su coraza metálica). El vacío que me llenaría se parece menos al del avaro que al del suntuoso despilfarrador: por detrás, yo el hueco ya te lo deduciría.
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Entre dos boxeadores veteranos, vence el primero que amaga el golpe y obliga al adversario a mostrar cuál es su defensa.
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Quien se coloca a cierta distancia de la cancha para analizar, concluir y establecer estrategias, sólo abusando del lenguaje puede llamarse a sí mismo jugador.
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Decide ya: o la perspectiva inocua, o la ciega acción.
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Un poema con dedicatoria es una carta blanca emborronada por quien la firmó.
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El tiempo puro
La mañana pura
La hora feliz: el instante
de máxima reconcentración
en la íntima apertura
al tiempo, a la mañana,
al efímero minuto
sin sobra ni falta.
Placer enjuto,
dicha bastante:
ahora sí estoy.
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El vacío se llena con cualquier cosa. Lo difícil es que la hartura (compañera nuestra de la cuna a la tumba) acceda a que el aire y la luz penetren en su interior.
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Instantáneas: eternidad moviendo el rabo.
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Pan que abres el hambre
a su entraña onírica.
Vino macerado en una sed
que nada puede saciar,
pero emborracha.
Eucaristía nutricia,
la del alma
soñando otro sustento:
aunque no sea el cuerpo
transmutado en albricias,
yo la quiero atesorar.