Si nos asalta la sensación de fracaso, de que hagamos lo que hagamos teníamos que haber hecho justo lo contrario, es porque en la vida uno no aspira a esto o a aquello en concreto: no es la parte hacia lo que tendemos. Puestos a querer, lo queremos todo y como niños jugando a un juego ancestral y peligroso, con menos no nos conformamos.
Elegir es cuartearse. Optar nos desmembra. En la irresolución alcanzo a vislumbrar el perímetro total de mi ser no limitado por esto, eso o aquello. Absteniéndome, me dilato.
Al contrario que al emperador, a mí no me sigue los pasos un bufón, sino un ángel o un demonio que, ante cualquier decisión cotidiana, me susurra al oído: ¡recuerda que eres inmortal!
Calcular: tarea de enanos. Reservarse estratégicamente: conducta propia de un espíritu avariento. Derrochar, volcarse, invertir a ciegas: deleites exclusivos fuera del plebeyo alcance. Despilfarrando mi ilusión, yo me monarquizo.
El suave tedio que me envuelve cuando la partita emboca su enésima variación no tiene nada de aburrido: por el contrario, acumulando notas en la misma dirección, penetro en un mundo diverso, plagado de matices y recovecos inasequibles a la invención melódica (siempre hambrienta de novedades).
Amplias reverencias con todo el cuerpo. Un brazo
desplegado como el aspa de un molino
provisto de alma y calmo.
Barro el espacio con mi gesto agradecido:
con esmero arramblo luces, brillos y destellos
flotantes.
En mi vientre hospitalario hallarán
mucha tela que cortar; en mi pecho abierto
de par en par, una sede expectante
al asalto.