La plétora: la expectoración. El ínfimo revolcón de tu energía rebotando por las paredes del cuadrante reservado a tu gesticulación, al pujante ascenso del elevador mecánico-maquínico o biótico (no lo sé, yo no estaba: mi limitaba a mirar y a transmitirlo), a la inflación de verbos sin conjugar (yo no estaba), al sobreexceso incontenido de adjetivos indefinidos (me limitaba a mirar), a los desajustes de aúpa y el deslizamiento de la plataforma continental (transmito, transmito), a ese instante único de emprender la subida o, en su defecto, de tan sólo transcribirlo...
Siempre acudo a la llamada de la amistad. Raudo perro amaestrado, mi cola está presta a saludar a quien me busca. Ya sea leal su intencón o torticera, este can no dice no a las manos abiertas (con dedos o sin ellos, qué más da, si la caricia desciende sobre mi lomo crepitante y lo apacigua).
Mi buena voluntad no distingue de oscuros designios ni traiciones antiguas: todo en mí es gran presente desmemoriado; mi carne no discrimina entre lo ocurrido o lo tan sólo deseado.
El amor, en este cuerpo que soy abierto al recién llegado, se conjuga, única y absolutamente, como contacto. Como instante.
Siempre empiezo la casa por el tejado. Claro. ¿Para qué erigir una imponente construcción que fracase justo en su cubierta cristal de todos los deseos, tragaluz insomne?
Invirtiendo el proceso edilicio, anteponiendo mi quimera a cualquier proyecto viable, me aseguro de que la brújula apunte siempre al norte magnético (no al geográfico) y la plomada comunique lo alto y lo bajo del modo más sucinto.
Sosteniendo un mundo presunto sobre mis hombros, le obligo a existir, a comparecer ante esta boca edéntula y succionante, ante esta pista de aterrizaje del vapor y la calima, agua inconcreta.
Si yo, por el contrario, confiara mi destino a una lenta erección meticulosa (certeza tras certeza: peldaños de la maduración frutal), no acabaría el niño en la cesta flotando río abajo, no se vería su halo de luz y de promesas desde la orilla incrédula. La vida entera quedaría intacta como corteza en la encina, ya no corcho humeante navegando a la deriva.
Y para qué entonces construiría nada, sin esa desmesura, sin el atroz desafío de sustentar mi azotea toda de nubes en columnas de pura nada: anhelo, ambición, querencia y desvarío.
Hay muchas formas de escribir.
Los hay que escriben para abrir un diálogo, y los que monologan. Quien se purifica y quien lo que busca es mezclarse, darse a la befa de lo igual para encontrar (o encontrarse) en lo indistinto.
Unos, escriben como si leyeran; otros al dictado. Muchos, a su propio ritmo; los demás, al del hado (dechado de aciertos casuales: los más amados).
Sólo yo escribo sin razón. Mis palabras no son respiradero (acaso branquias: ineptas ventanas en tierra firme). Sólo yo abuso de un don que no es mío, pero que vindico como un preso su indulto.
Quizás por tanto responder y dar salidas quiera el mundo el mundo ogro, consumado: el de los anaqueles al completo y el salvoconducto coronarme con una pregunta, un único enigma donde (cuenco) verter mi insolación y mis llagas, y darme a una única tarea concisa, un mero trabajo en que morar y dormirme y echar canas, ahíto de mí y de todo.
Mientras decido si espero o me esperan, yo escribo. Como si no supiese y no quisiera. Y, aun así (vicio de oscuro solitario), irradiando y reflejando. Espejo al borde de un camino poco o nada frecuentado. Esperpento. O quizás gato. Felino con uñas entintadas que araña la tierra y le extrae significado. El de ser o estar. El de estar o caerse. Un sentido, en cualquier caso, que cubra toda mi mano y la acompase y le dé fuerzas y no la agarre. Una luz para ver y otra, tal vez, para no ver. Un inciso entre dos delirios igualmente sabios. Un descanso corto. Un alto antes de volver a la tarea de buscar una tarea, una misión más allá del testimonio de estarla yo anhelando. Un modo de hablar que no me salve ni me condene: que me lleve tan sólo (tan solo) de nuevo hasta la fuente del agua fría y el agua caliente. Un salto estruendoso hasta la cima. Una ilusión. Oro. Un sueño. El vapor. Un vaho. Narcisos. Y ojos. Para verlo y para ver cómo lo veo. Y dedos. Para contarlo. Que si lo callo, yo no habré estado, y todo habrá sido (de nuevo) en vano.
Leyendo esta semana el Tratado de armonía, de Antonio Colinas (será para compensar tanto desequilibrio interior), cae uno en la cuenta de lo alejado que suele estar de su propio centro.
Exaltado por la lectura de noticias que serán sepultadas por otras nuevas, dentro de un instante, se extravía la atención picando cualquier anzuelo, con la condición de que sea lo bastante puntiagudo como para hincarse en el paladar.
Obnubilado por la visión de un bosque catódico, en el que ni hay árboles ni hay fuentes, y donde ningún pájaro puede anidar.
Seducido por la lectura de mensajes evanescentes, no se sabe si escritos por otra mano o generados por ordenador (no hay que excluir ninguna hipótesis, incluso la de que estas palabras no estén siendo pronunciadas).
Correteando detrás de la menor promesa de satisfacción inmediata, siempre que no exija un precio muy alto en franqueza y esfuerzo de comprensión.
Nutriendo nuestra rabia acumulada por las sucesivas botefatas, más que para sanar, para enfermar del todo, y así tener razones sobradas por las que llorar.
Explayándomos en público, para que las palmaditas en la espalda retumben por dentro como caricias aunque (reconozcámoslo) de ningún modo las admitiríamos si nos las brindaran: somos demasiado orgullosos, demasiado tristes como para aceptar ya lengüetazos de consuelo.
Escribiéndolo todo con verbo florido, a ver si, por lo menos, nos halagan la elegancia de cubrirnos de ridículo por el precio de un clavel en la solapa.
Quedando abiertos a la escucha de lo que tengan que decir quienes ni nos incumben, ni nos podrían auxiliar.
Alejándonos cada vez más de la conciliación que supondría (ah, el equilibrio de los contrarios) subir un solo peldaño, y verlo todo pequeño y cubierto por una suave pátina de cariño, como ocurre con los belenes de Navidad o las maquetas de las nuevas promociones inmobiliaras, a las que les perdonamos su ingenuidad porque son meras réplicas y caben en la palma de la mano.
Leyendo el Tratado de armonía, y percibiéndola como un eco lejano, comprendo lo desquiciados que estamos todos.
La palabra en la boca:
a disgusto se ha quedado
como hilo o gota de saliva
buscando empuñaduras.
El verso en los dedos:
él pone de nuevo los puntos
sobre las íes desdibujadas
por el timbre inepto de la voz.
Soy un gran compositor, tal vez, pero un pésimo pianista. Esa música que, según dicen, reproduce la de las esferas y yo transcribo, jamás he podido ejecutarla con mis propias manos. La cascada de notas que me asalta frente al papel pautado, no la puedo trasladar al teclado ni en los momentos más fértiles de mi inspiración: la melodía que en el papel fluye tersa y natural, entre mis torpes dedos se desbarata. Así, me ocurre que vivo desgarrado entre la intuición de una armonía tan sólo oída en mi cabeza (como una hipótesis clara, pero sin cuerpo) y la realidad de una versión pobre y degradada, la única que yo soy capaz de interpretar.
Gracias a Dios, el mundo anda sobrado de excelentes pianistas. A ellos me consagro. Faltos de la espuela de la creación en el flanco, su habilidad cobra impulso en la de los demás. Son los mensajeros de la música: sin ellos, mi obra permanecería suspendida en un ámbito virtual, abstracta y reseca. Por las manos de mis amigos, los concertistas, yo me siento (dichosamente) tan sólo medio compositor: la otra mitad de mi genio, con sumo gusto a ellos yo se la cedo.
Todas las sumas evocan al cero (Á. CRESPO)
Desventurado el que tiene un solo nombre, y sabe cuál es, y lo proclama, porque a él le serán imputados todos los fríos, pero ninguno de los ardores (el brillo en la palabra es una virtud impersonal que se posa en cualquier rama).
Triste quien a sí mismo se conoce: sus límites le atenazarán el cuello y le deformarán la voz. Cuando intente cantar, su timbre irá interpuesto: no habrá tiempo para escucharle a las entrañas su música anónima y corporal, pues la identidad la habrá reducido a un sonsonete pequeño y ralo.
Ay del ortónimo que desprecia el suelo borroso sobre el que se levantan los poemas: su esplendor sólido y sin gracia: fruto inmaduro con exceso de razón tendrá la condición mortal de las criaturas contumaces. No expelerá su verbo el recuerdo de la fuente donde bebe, ni anunciará entre evidencias el fondo oscuro al que va a desembocar.
Escribir será, en su caso, coincidir consigo mismo, y no el abrirse a un decir completamente otro: promesa de la que no se habla, expiación de lo aparente singular en lo informe y lo latente. Ínfima aspiración al orco. Firma sin valor. Agotamiento del yo en la apertura de lo ignoto.