En un enorme carguero viajan mis logros por el mar. Hace años que zarparon de la que fue su tierra natal, una isla volcánica del tamaño de un continente. En todo este tiempo, rara vez han tocado puerto: su vocación es navegar, en la medida de lo humanamente posible, a cierta distancia de suelo firme.
En estas condiciones, la travesía se hace larga; la vida a bordo, entre infernal y sublime. Cunde la desesperanza por la falta de expectativa inmediata: unos se entregan a la melancolía feroz (cualquier tiempo pasado fue mejor, eso es cosa sabida); otros, elucubran con divisar un continente nuevo y, sólo por eso, infinitamente consolador; en fin, los hay también como el propio capitán, un hombre curtido de piel y con la mirada ausente que se limitan a cumplir con su misión: guardar cierto decoro en la manifestación de las emociones, nunca conversar sobre cosas que no se ven y mantenerse en un permanente estado de alerta, por si se divisa la costa soñada, el perfil de la última playa, el lugar al que iremos a parar tras dejar a nuestra espalda el desierto de arena y cal del que (un día perdido entre la bruma y la sal) todos partimos: los marinos y el pasaje, la carga y la tripulación.
Hay que escribir como si uno fuese amado, como si a uno le comprendieran y como si uno estuviese muerto (H. de Montherlant).
Yo hice lo que tenía que hacer, que es (justamente) hacer otra cosa.
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No juzgues tu pasado y no te verás sentenciado por tu propio porvenir.
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La ventaja de las épocas anodinas es que, por definición, no llegan a calar en nuestra psique profunda. Así pues, no dejan huella ni provocan traumas insuperables. El único requisito para poderlas cruzar y salir indemnes es no sustantivizarlas, verlas como lo que son (un espacio en blanco entre verbos) y no como lo que querrían ser: la ley universal, el imperio definitivo de la inercia y su primo carnal, el tedio.
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En mi mente voluntariamente infantil no hay medios, nada es instrumental: todo remite a sí mismo y se quiere un fin absoluto y principal. Por eso, quizá, me siento incapacitado de manera natural para el trabajo, la paternidad y las relaciones sociales.
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La elusión es la forma preminente con que el Absoluto hace su aparición. De comparecer frontalmente, su completud nos desalojaría.
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El delirio constituye un proyecto de vida, como en el no delirante lo es la construcción de una familia o una realización profesional (C. Castilla del Pino).
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De tanto redondear los párrafos, éstos se convierten en auténticos ladrillos: demasiado filo para un volumen preñado de túneles y galerías.
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Mis palabras no van a ninguna parte: apuestan por el asiento, por la pura efervescencia de lo consabido / puesto a macerar en su propio jugo. Los verbos, yo los conjugo / en su forma pronominal (infinitivo, gerundio y participio:: acciones quietas, apogeo de la contemplación).
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Reconocemos a los espíritus iluminados porque, cuando hablan, tenemos la impresión de que nos están escuchando y, al guardar silencio, creemos ser nosotros quienes estamos hablando.
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No importa la intensidad de la luz: cuando el individuo es opaco, siempre proyectará la oscuridad, y además creerá que la sombra es su mejor compañera (Hayy Sidi Said Ben Ayiba Al Andalusí).
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No soy de los que quieren oír el canto de las sirenas atado al palo mayor: yo prefiero remar inmerso en el más absoluto de los silencios (sin señuelos, sin recompensa, sin tentación).
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Se cierran dos ventanas, una tras otra (¡chac!¡chac!), con el sonido de una guillotina aristocrática, con el tesón que da el carecer de persiana y tener que confiar el grueso de la ocultación a una fina película transparente. Se cierran dos ventanas y yo me quedo fuera, mirando lo que no se puede ver, tal vez aguardando la señal para encerrarme, yo también, detrás de las cristaleras
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La vida que yo veo anhela los extremos confines, el Desierto, la Selva y nada más (B. Atxaga).
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Yo también viví escrito muchos años (Fogwill). La cuestión es por qué solté el lápiz, y cuándo y sobre todo cómo lo volveré a sostener (yo en él y él en mí, ambos una y la misma fe).
Vísteme despacio, que luego he de añorar estos años de exposición a la intemperie de no saber / no contestar.
Ponme los harapos lentamente, como si me otorgaras una nueva identidad y yo te dejase hacer, sabedor de mi destreza para las máscaras y el embozo (sobre todo, si viene de fuera).
Enfúndame la camisa, abróchame el pantalón: compón en mí una figura presentable en sociedad, que quiero lucir hermoso en la foto del Juicio Final esa instantánea en la que yo, perpetuo agitador de la apariencia, saldré borroso y con los perfiles movidos (imposible sentenciarme: hay tantos argumentos en contra mía como a favor).
Dame una presencia, infúndeme cierta noción del carácter y la congruencia entre el pensamiento y la palabra, la palabra y la acción: siquiera breve, me apetece conocer en propia piel la ilusión de una personalidad estable antes de mutar nuevamente en agua corriente, duna móvil o brisa marina que, al amanecer, recorre un momento la playa y, enseguida, desaparece.
Un cinturón de hielos gruesos ciñe y sujeta el perímetro de mi sueño: por un lado lo oprime y, por otro, le impide que se derrame y se licue bajo el azote del sol. Su integridad es una forma extraña de ausencia.
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Mientras el cuerpo se dispone a iniciar su periódica hibernación, busca su enésima primavera la sensibilidad: ella no admite el descanso, ignora la vía segura hacia la resurrección.
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No hay hilo para la aguja, ni hay aguja ni hay patrón. Tan sólo un bastidor esperando entre las brumas el aullido concertado con el sol.
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Sin gracia y sin condena. Ahíto de esperas, el postulante se devana el corazón en un infierno chiquito.
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Telas de araña: hilos sin composición, cepo tendido contra las alas del supremo inspirador.
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Un alba perdida, una nueva embarcación que abandona el muelle sin nadie dentro.
Mi pasado me pega. Desde hace muchos meses (que es un modo piadoso de escribir: desde hace algunos años), mi memoria se complace en hostigarme con toda suerte de dardos, pullas y reproches. Y a fe que dispara con artillería pesada, la condenada. Sabe por dónde atacar. Me espeta, por ejemplo:
¿Desde hace cuánto tiempo no degustas un instante como si lo estuvieras proyectando sobre la Sábana Santa del infinito?
Bien sabe el músico que llevo dentro lo que cuesta demorar un acorde en la guitarra: por eso se recurre al viejo truco del plagio y la autocompasión. Pero el recuerdo no quiere saber nada de turbios manejos ni artificios de perdedor: aspira a la máxima intensidad durante el ciclo completo de la vida. Eso no es fácil de aguantar, menos aún si no estás dotado de una espalda de marinero o de estibador.
Vas a convertirte en un gaitero: mueves los dedos aunque el aire hace mucho que no llena tu ridículo pellejo, ¡prestidigitador!
Duele comprobar que dentro de toda conciencia juvenil hay un notario cargándose de razones.
Mira lo que has hecho: te nombramos pianista y tú te has rebajado al papel de organillero: rollo tras rollo, hasta el embrollo final.
Los palos me llueven de frente y de costado. Todos y cada uno de los triunfos que atesoré en otro tiempo en cualquier caso lejano, me revierte a día de hoy en forma de imprecación.
¡Farsante! Hablas de oídas. Ni una sola frase de las que has pronunciado en los últimos tiempos resistiría la prueba del nueve de la auténtica inspiración (que es siempre abisal y huele a magma y a semen de ballena madura).
Yo ya sé que cojeo del pie izquierdo, que no consigo alzar el vuelo y me limito a corretear de acá para allá por un gallinero hediondo. Yo ya sé que no aprehendo y me conformo con fingir desilusión.
Intento ensoñar y mantener mi secular prestigio onírico. Pero es en vano: yazgo atado a los barrotes de una cama que no es la mía, la noche avanza y el despertador parece que está definitivamente averiado.
Tú eres tu propio gallo. Anúnciate el mensaje que conoces de sobras y volverá a refrescar el alba la visión de tus proezas y fracasos.
Callo. Hay un deje compasivo en el supuesto enterrador. Si me endilga el gran sablazo es porque atina más que yo: su misión es recobrarme para el mundo de la piratería sagrada.
Me descubro. Voy.
Soy un hombre sin convicciones: no tengo ideas preconcebidas sobre ningún asunto, carezco de criterio fijo acerca de lo conveniente o lo perjudicial (siempre decido sobre la marcha), ignoro la sujeción a un artículo de fe o un dogma estable que anteponga el carro de la respuesta a los bueyes de la cuestión.
Soy un hombre voluble, cambiante, tornadizo: me adapto a la circunstancia con la inocencia del agua cuando es vertida en un nuevo recipiente. No conozco por anticipado lo que aún no he visto u oído, ni aventuro conjeturas sobre lo que me puede pasar: empiezo cada día desde cero, sin memoria que lastre mis pasos ni proyectos de futuro (por mucho yo que me desplace, el horizonte permanece siempre lejos).
Soy una hoja en blanco, un lápiz sin dueño, una mano dócil a la fuerza que inscribe, atravesándome, los voluminosos trazos del sentido sobre mi propia superficie insignificante.
Soy un aliado del Destino, el eco de una voz ultramontana que me invade y que profiero en la inconsciencia lúcida de un sueño o una visión. Soy el instrumento idóneo de la naturaleza cuando desea manifestarse a la manera de los hombres. Soy la punta del iceberg, el pico del ave ignota que baja hasta aquí y sobrevuela las cabezas mondas de los hombres de a pie. Soy ctónico y celeste, la crema o la hez, en función de la instrucción que transmita el Amo sobre mi persona. Soy una nada en la que todo encaja.
Por eso he de carecer de atributo o predicado que pudiera interferir en mi tarea de portavoz gubernamental: para reflejar la imagen arcana, este espejo en que me he convertido ha de renunciar a un pensamiento propio, a la propiedad de un nombre cualquiera.
Mi entidad es toda prestada; lo que veis, no soy yo. Como tal, o no existo, o soy absolutamente irrelevante.
Yo he visto el fin de todo, Hombre Fulminado. He bajado a las entrañas del infierno y he visto el final. Quien vuelve de un viaje así, por mucho que siga viviendo, es consciente de que una parte de sí mismo ha muerto para siempre (P.AUSTER, La noche del oráculo)
Quien ha alcanzado el borde, no puede sostener su creencia en lo ilimitado. Quien busca la línea de demarcación (instintivamente, sin un plan: como una fiera tras la pista de su presa), se priva a sí mismo de la fe en la inmensidad. Quien dispone sobre un plano los cuatro puntos cardinales, quien se abstiene de romper la baraja de los naipes marcados, quien es asaltado por visiones y aun así decide no seguir mirando, quien se muestra inconstante, quien va a por lana y sale trasquilado ése, ése no saca provecho a su experiencia en las lindes siderales: vivirá entre los pliegues de un mapa que ha roto el marco liso de la ficción, sin llegar a percibir el tacto rugoso de su propia conciencia.
Quien, por contra, contiene el vértigo subsiguiente al cambio de escala, quien da un paso más, un paso solo (el único descrito en el vacío, antes de acceder a otra firmeza), ése bien puede llamarse afortunado: su cuerpo participa ya de la sublime propiedad, su espíritu navega más allá de los confines ilusorios. El cosmonauta del volumen extasiado, habitante de dos mundos (aunque en uno esté de paso), ha trascendido la frontera torticera de la verdad y la mentira, de la vida y de la muerte: su mera existencia marca un hito en la historia de la especie, su continuidad es una invitación irresistible a imitarle en el viaje.
El inquilino del Absoluto palmario es el testigo callado de la porosidad del Todo (humanidad y divinidad incluidos). Al verlo, tan ausente en su presencia inatacable, también nosotros trascendemos un poco.
Camino por la senda de una insensibilidad progresiva, como una res que llevan al matadero. Marcho lento, y me deconstruyo: pieza a pieza, analizo mis despojos en busca de una clave que me dé una identidad retrospectiva (pues no hay futuro y el presente está velado). Entre ecos y murmullos, una sed: la de una percepción aguda, la de un entusiasmo que todo lo aunaba (hace mil años) en una comunión profana. Invoco la llama que era mi fe, y súbitamente emerge pálida luz incolora la traza de unos libros, de una escritura, de un ritual que aún practico, pero en mis trece: insistencia sin dádiva apenas, oficio carente de inspiración (aunque eficiente).
Sigo. Las marismas semipobladas ya no divisan el espíritu del agua; están siendo desecadas por la industria salina, por la máquina desaladora que todo lo transforma: orilla en horma, espejo en telescopio, hondura en pasta de polvos pasados y lodos por venir. Ando errante, no vislumbro. Ya ni siquiera acierto a expiar mis pecados en el confesionario azul. Soy un alma en pena, un cuerpo en adobo soso, sin languidez, sin poesía.
Desmineralización: proceso galopante en el trote de jornadas cómodas a las que les falta la inclinación necesaria para despegar. Precisión funcionarial, sin tarea y con jornal. Reloj acomodado en una sucesión secularizada: tiempo y no duración, peso inespecífico, congelación.
Los bueyes desaparecen puertas adentro y el que los conduce, no soy yo.
Detrás, hay agua.
Del otro lado del dique
seco, aguardan las olas
tu botadura
Hay mañanas en que el espíritu de suyo automóvil, clásico independiente se niega a arrancar.
Ahíto el reservorio del combustible material, la chispa en cambio no prende: falta eclosión, bomba emoliente, un crudo empuje que imbuya en secesión lo que en inercia no puede. Por más que cebe la combustión con aire, fuego o tierra, no se atreve el gris rotor a entregarse a la verbena: frío en vena, pedal remiso, este motor otro alimento requiere.
Inspecciono las partes, sus componentes reviso: en algún lugar se rebela, en colusión, la mecánica obedicencia con el empujón menos sumiso. Hurgo entre manguitos, bobinas y abrazaderas; escarbo en los plantinos y en el árbol de transmisión.
No hay manera: hasta donde alcanza lo evidente, el problema no es de índole carnal. Ha de faltar la gasolina mental, o está mi corazón en batería baja. A mi alma sin ruedas, la energía que la mueve es de orden sideral: una hormona o una enzima, quizás, pero de natural impreciso, una sustancia rara (mitad real, mitad imaginaria), un nutriente más fino, un néctar, un maná, una abundancia.
La cuestión es que, ciertos días, no hay quien mueva mi organismo astral ni mis neuronas despierte. Me convierto en un ente mineral y adormecido. Y en el aparcamiento permanezco, estático e inerte, hasta la próxima irrupción del trallazo que me devuelva a los caminos. Gajes de no ser un ente semoviente.
He sabido de aves que jamás han tocado el suelo: su vida se despliega absoluta en el medio aéreo, suspendida en un limbo que llamaría ingrávido de no saber (como yo sé) que la sostienen los vientos.
Estos pájaros estratosféricos permanecen durante días en un estado de total desapego respecto a las corrientes atmosféricas: se dejan llevar, flotan, están sumidos en una confianza tal, que vagan por sobre las nubes sin traicionar jamás su propio centro. Más que volar, planean sin un plan: su cuerpo es una vela mecida por su estática sugestión, sus ojos brillan llenos de luz y alegría, su vida se resume en una impávida exterioridad muy próxima al sol.
Transidas de espacio, son estas criaturas lo más próximo a lo angélico que conciba el pensamiento: si estuviesen tan sólo un poco más lejos, resultarían invisibles por completo. Ellas marcan, con su grácil liviandad remota, el punto de separación entre lo condicionado y lo que no admite condición.
Mirándolas, a nosotros mismos nos vemos en un estado mejor: más ligeros, iluminados, ya no más embarullados en un ovillo de problemas falsos sin posible solución.
Soñando con los pájaros que duermen volando, en cambio, vivimos un rapto efímero, una ausencia celeste durante la cual entramos en contacto con lo esencial que, precisamente por serlo, se aparece bello, bueno y verdadero.
Y, viendo, nos purificamos. Aunque sea por delegación.
MÍSTICOS DEL RITMO
De poco sirve estar dotado de un hermoso timbre de voz si careces del sentido místico del ritmo. Y no hablo únicamente de atacar las notas en el compás estimulado (para eso basta con ajustarse al dictado del metrónomo), sino de esa concordancia inmaterial entre el tiempo del sonido y el tiempo del orbe que convierte la interpretación en alianza, desdoblamiento, aleación de lo alto y lo que ansía subir hasta su propia rutilancia.
La música es eso y no otra cosa: la pujanza de una transubstanciación invisible, el giro sideral que la tierra describe sobre sí misma para elevarse por mor del canto exacto, de la íntima pulsación, del acorde.
Eso explica por qué fracasan cósmicamente excelentes cantantes que atienden tan sólo a la técnica de ejecución, olvidando sublimarse. Pues no es una ascesis, lo que conduce al instrumento vocal a los umbrales del Cielo: sería la generosidad, un deseo de inmolarse, una exultación. Sin ese plus de ahínco, sin esa advocación permanente que se formula y queda pendiente (acuerdo en suspensión por saberse dependiente), lo cantado se disuelve en inanes trinos de ave muda realmente.
Quien se inicia en el arte musical, debe tener esto en cuenta: o se oscurece el cantor, o al cabo pierde.
LOS MINEROS DEL ORO
Hay muchas formas de sacar a la superficie el tesoro de oro del seno de la tierra. Veamos.
Uno puede apostarse en la orilla de un arroyo, hundir las manos en el agua y pescar alguna que otra pepita aislada. Así proceden los buscadores profanos, los descreídos y todos aquellos que hablan de la Gracia por no saber cuál es, en realidad, el alcance real de esa palabra.
También hay quien echa mano de la técnica y, violando la dimensión mística que posee la búsqueda del preciado metal (y no sólo hallazgo), recurre a sofisticados procesos de captura y transformación: captación y posterior filtrado de las corrientes auríferas, molturación de ingentes masas de cobre impregnado de polvo dorado, voladura, descamación, raspado Esta clase de exploración se ciñe fanáticamente a la superficie, no conoce la hondura, es más, la pone incluso en duda, atribuyendo (contra toda lógica espiritual) el origen de la abundancia a oscuras raíces mundanas: que si las placas tectónicas, que si la presión de unas rocas con otras, que si la metamorfosis postrera del elemento mineral Ninguna dimensión ignota, ningún misterio purificador.
Y, por último, nos encontramos los devotos, los fervientes creyentes en la eminente profundidad de todo. A nosotros, el rastrillo no nos parece instrumento suficiente para abordar la tarea de encontrar el nido secreto del oro. Nos reímos del tamiz y de los peines. La impedimenta habitual nos provoca un recelo permanente, pues se basa en un principio equivocado: el de imputar el hallazgo y la gratificación a la suerte, por un lado, o a la pericia del explorador, por otro. Y no es el caso. No lo es porque el oro que anhelamos los mineros sagrados no es de índole aparente: carece de peso y de forma concreta, su precio no se puede tasar con las básculas humanas (todo en él es riqueza evanescente), da siempre más de lo que promete y su recompensa apunta a un ámbito más simbólico que bancario.
El oro al que aspiramos los mineros del oro es una luz, una aureola, un carisma extático, un saber de los arcanos. No se puede fundir, porque sólo Él posee la capacidad de transformar los estados; no se extrae, sino que se recibe (como un amorfo mensaje implícito en toda cosa, como una clave o una inscripción cuyo alcance se desconoce, pero al que se le supone el supremo valor). El oro hacia el que tendemos los locos, los psicólogos de las profundidades, no cotiza en el mercado ni es objeto de trueque: quien lo encuentra, lo conserva para siempre (aunque a veces pueda parecer que se ha extraviado, en verdad subsiste semienterrado en los sótanos de la mente, de donde emergen cuando se les invoca con el ensalmo pertienente).
Claro que, para dar con ese oro-don u oro-fuente, es preciso abandonar la falsa certeza del suelo y descender poco a poco hasta las entrañas de lo creado y lo increado, hundirse en el lodo, llenarse de agua, mezclar el alma con la materia y el pensamiento con los cien mil elementos primordiales, disolverse, perderse como ente para reencarnarse en indeterminación ¡Silencio, silencio! El contexto no es el más adecuado.
Ese viaje iniciático, cómo negarlo, son pocos quienes se atreven a realizarlo. Y, cuando vuelven, no hablan en términos auráticos sino por negación: no es eso, no eso tampoco, no De modo que nos quedamos más o menos como estábamos: con un deseo insatisfecho de continentes existentes en forma de sueño, promesa o recuerdo, pero que nadie puede comunicar. Sólo el arrojado aventurero con motas amarillas en el cabello y el ojo dotado de una sobrehumana inmutabilidad, y siempre de manera sesgada e indirecta (pues, como se sabe desde antiguo, la abundancia es para quien la trabaja y no para el que se limita a codiciarla).
LÍNEAS DE SOMBRA
No una, sino cientos, miles son las líneas de sombra que ha de cruzar el barco humano.
Se trata de amplias zonas ubicadas en alta mar, regiones acuáticas que se desplazan con el oleaje y, por su propia movilidad, resultan imprevisibles y arduas de sortear: sin previo aviso y contra toda caución, la embarcación se adentra en una suerte de abismo magnético, en un marasmo de nadie en que se hace imposible avanzar. Los motores se detienen, las velas ondean fofas como banderas de países invadidos: todo parece plano y sin relieve, para estar en pleno océano. Ni rastro de tormentar ni furiosas ventoleras que pusiesen, cuanto menos, a prueba nuestro innato instinto de supervivencia. Tan sólo semanas y semanas de inhumana detención: un mero no hacer nada, una brega sin moverse del sitio y, por fin, una esclerosis, una renuncia pasiva que asciende por las piernas y toma asiento entre las sienes (única plaza fuerte en la que aún podríamos resistir y hacerle frente).
Y así quedamos, inertes y estatuarios, pura espera de no se sabe qué pues ese virus mina la imaginación, sordos a cualquier conminación, reacios al cambio, sin apetencia de ser. Pastosa mineralización callada, los navíos perecen por la alianza de la falta de hambre con las nulas ganas de comer.
El que suscribe, pimpante alma desgarrada, vecino de la diáspora en pleno éxodo, de oficio desconocido y tarea continua, habiendo alcanzado el limíte extremo de sus capacidades a la tierna edad de tantos años, sabedor que, en adelante, su existencia va a reducirse a repetir, evocar y autoplagiarse; consciente de de emprender el camino de bajada sin haber coronado cimas de consideración; exhausto y confundido ante la falta de salidas, o de vías de retorno al paraído perdido de la jovialidad; escéptico mas no cínico, ahumado aunque sin llegar a quemarse del todo; víctima de su propia megalomanía, quizás no inmotivada, pero en cualquier caso infértil (la mera convicción no es un fruto carnoso); renuente al compromiso desgastador, al pacto menguante, a la especulación y las cláusulas de conciencia; asumiendo, que en lo sucesivo, ya no se trata de hacer acopio, sino en la pecata medida de lo posible de conservarse,
DECLARA:
No atenderé reclamaciones, vítores, censuras, encomios, propuestas de colaboración, quimeras colectivas, oprobios ni ilusión ninguna que me aparte (intermitencia final) de mi propio centro incoherente.
Equilibrio, armonía, basculación: soltar para centrarse, ir tomándole el pulso a la música, ceder el paso, empezar a subir (todo ello sin abandonar en ningún momento la común voluntad, del cuerpo humano y el cuerpo celeste, de aunar la oscilación en una única ola sonora).
Hablo de danza y hablo de golf, de discos de jazz prensados en negro, de esgrima y tiro con arco. Hablo del golpe certero con que el taco de billar empuja la bolita al agujero (llamarlo sima sería desproporcionado, estando como estamos en un ámbito profano). Hablo de hablar con la lengua bífida de los poetas: una punta en el subsuelo y la otra, ondeando cual bandera con el viento del invierno. Hablo de caminos que se desprenden de su peso y se transforman en alfombras voladoras, arrastrando en su despegue a cuanto estulto y mequetrefe se empeñe en lastrarlo con sus bultos y tapujos de los dimes y diretes.
Hablo de la cinta de la escuálida gimnasta, y de los bolos del artista malabar, y del chorro de fuego que rasga las noches de este otoño que empieza y no sé cómo va a acabar, si tras los primeros compases de la orquesta ya me he olvidado hasta de cómo me llamo. Lo cual es normal, si atendemos al hecho cierto de que en la pista somos cuatro gatos y, por ahora al menos, yo no vi ningún ratón.
ÓMFALOS
No hay nadie más anónimo que yo. No porque no exista (tampoco existe Dios y eso no le resta ni un ápice de su esplendor). Es porque, al fondo de cada uno de nosotros, persiste un sustrato primordial, una oscura raíz de infinitas ramificaciones que nos priva de unidad y comunica nuestro ser dudoso con la corriente aún menos tangible y así, tanto más cierta que todo lo trae y luego lleva. La evidencia es una escalinata inversa.
Por ello el nombre tiene poco de fiable: su presunta inmovilidad pronto se aboca a un dominio inestable, huidizo y rapaz del que persona alguna regresa intacta. Nada pervive entre sus límites una vez ha conocido el orco del que se nace y adonde (vivo o muerto) se desemboca.
Que yo centre, pues, mi ojo en ese escurridizo punto fijo no me hace esclavo de mi ombligo a no ser que tú, igual que yo, contemples el abismo que sobre ambos (el espectáculo y el espectador) se cierne. En ese caso, no hay dos, ni uno ni nadie: la voz únicamente, indivisa y persistente, propagando por el aire nuestra común pertenencia a la Gran Boca sin título, apellido ni asomo alguno de identidad.
En tal caso, ¡salve, hermano de sangre y de fluidos! En el globo compartido de tal ciencia, caminamos carentes de temor hacia el final de los finales.
HOJA EN BLANCO
El miedo yo lo siento ante la hoja, en blanco no, en gris: el tono medio de los restos, la abulia incolora que no conoce amo (aunque siervo sí), ese empuje mate pasada de mano en mano y que no hay guapo que lo salve la inepcia, en fin, de asumir tal cual un legado ajeno, una herencia impropia, el papel de comparsa en una obra inane y ruin.
No es tal abismo, la enorme fosa que ante uno se abre cuando empieza a escribir: yo la veo como un desierto rosa, preñado de posibilidades todas aún por descubrir como una intricada selva que ha de ser desbrozada con el pulso estable y la mente en cuarentena como una enorme ola anhelando ser surcada de principio a fin, porque en el agua no nace ni en la playa va a morir (misterios de la naturaleza cuando se postula literaria).
Es gozosa la tarea de tan inédito decir: no se puede afirmar que invente, pero en ningún caso se contenta en transmitir lo que toma simplemente. Hay en él un eco extraño de voz remota y familiar, un ligero temblor de zona ignota, una asonancia entre oro y verde la algarada, soñada y evidente, de un existir primero: inocente, sin peso, pura pulpa de palabra hermosa que a sí misma se quiere puerto y rampa de un monstruoso lanzamiento
EPIFANÍA DEL VELO
No conoce la jabalina el periplo vertical de su vuelo, la parábola descendente que describe a ciegas. Tan centrada se la ve en su equilibrio (punta que penetra el vacío y lo llena de significados), que se aísla en tareas ímprobas de improbable rectitud. El trayecto que ella sigue lo decide horizontal nunca en caída.
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Si quieres navegar con el viento de cara, afila el canto que le das: su impulso accede sólo cortado.
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La mala conciencia de la paz subsiguiente a una tormenta que no acabó de desaguar. El desasosiego de saber que pasó la gran nube, y con ella se llevó su solución.
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Al abismo rogando y con los puentes dando (drama cómico del ingeniero poeta, o viceversa).
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Luz en la palabra:
eclipse
de un astro
por planetaria
interposición.
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En la frase no inspirada vano esfuerzo del suelo contra penuria enconada del cielo se plasma la verdad primera en el verbo: buzo sin plomo en los pies no alcanza grandes profundidades.
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Epifanía del velo:
abrimos los ojos
y no vemos.