Yo he visto el fin de todo, Hombre Fulminado. He bajado a las entrañas del infierno y he visto el final. Quien vuelve de un viaje así, por mucho que siga viviendo, es consciente de que una parte de sí mismo ha muerto para siempre (P.AUSTER, La noche del oráculo)
Quien ha alcanzado el borde, no puede sostener su creencia en lo ilimitado. Quien busca la línea de demarcación (instintivamente, sin un plan: como una fiera tras la pista de su presa), se priva a sí mismo de la fe en la inmensidad. Quien dispone sobre un plano los cuatro puntos cardinales, quien se abstiene de romper la baraja de los naipes marcados, quien es asaltado por visiones y aun así decide no seguir mirando, quien se muestra inconstante, quien va a por lana y sale trasquilado ése, ése no saca provecho a su experiencia en las lindes siderales: vivirá entre los pliegues de un mapa que ha roto el marco liso de la ficción, sin llegar a percibir el tacto rugoso de su propia conciencia.
Quien, por contra, contiene el vértigo subsiguiente al cambio de escala, quien da un paso más, un paso solo (el único descrito en el vacío, antes de acceder a otra firmeza), ése bien puede llamarse afortunado: su cuerpo participa ya de la sublime propiedad, su espíritu navega más allá de los confines ilusorios. El cosmonauta del volumen extasiado, habitante de dos mundos (aunque en uno esté de paso), ha trascendido la frontera torticera de la verdad y la mentira, de la vida y de la muerte: su mera existencia marca un hito en la historia de la especie, su continuidad es una invitación irresistible a imitarle en el viaje.
El inquilino del Absoluto palmario es el testigo callado de la porosidad del Todo (humanidad y divinidad incluidos). Al verlo, tan ausente en su presencia inatacable, también nosotros trascendemos un poco.
Escrito por JoséLuis a las 19 de Octubre 2004 a las 01:50 PM