6 de Octubre 2004

MÍSTICOS DEL RITMO y otros textos

MÍSTICOS DEL RITMO

De poco sirve estar dotado de un hermoso timbre de voz si careces del sentido místico del ritmo. Y no hablo únicamente de atacar las notas en el compás estimulado (para eso basta con ajustarse al dictado del metrónomo), sino de esa concordancia inmaterial entre el tiempo del sonido y el tiempo del orbe que convierte la interpretación en alianza, desdoblamiento, aleación de lo alto y lo que ansía subir hasta su propia rutilancia.

La música es eso y no otra cosa: la pujanza de una transubstanciación invisible, el giro sideral que la tierra describe sobre sí misma para elevarse por mor del canto exacto, de la íntima pulsación, del acorde.

Eso explica por qué fracasan cósmicamente excelentes cantantes que atienden tan sólo a la técnica de ejecución, olvidando sublimarse. Pues no es una ascesis, lo que conduce al instrumento vocal a los umbrales del Cielo: sería la generosidad, un deseo de inmolarse, una exultación. Sin ese plus de ahínco, sin esa advocación permanente que se formula y queda pendiente (acuerdo en suspensión por saberse dependiente), lo cantado se disuelve en inanes trinos de ave muda realmente.

Quien se inicia en el arte musical, debe tener esto en cuenta: o se oscurece el cantor, o al cabo pierde.


LOS MINEROS DEL ORO

Hay muchas formas de sacar a la superficie el tesoro de oro del seno de la tierra. Veamos.

Uno puede apostarse en la orilla de un arroyo, hundir las manos en el agua y pescar alguna que otra pepita aislada. Así proceden los buscadores profanos, los descreídos y todos aquellos que hablan de la Gracia por no saber cuál es, en realidad, el alcance real de esa palabra.

También hay quien echa mano de la técnica y, violando la dimensión mística que posee la búsqueda del preciado metal (y no sólo hallazgo), recurre a sofisticados procesos de captura y transformación: captación y posterior filtrado de las corrientes auríferas, molturación de ingentes masas de cobre impregnado de polvo dorado, voladura, descamación, raspado… Esta clase de exploración se ciñe fanáticamente a la superficie, no conoce la hondura, es más, la pone incluso en duda, atribuyendo (contra toda lógica espiritual) el origen de la abundancia a oscuras raíces mundanas: que si las placas tectónicas, que si la presión de unas rocas con otras, que si la metamorfosis postrera del elemento mineral… Ninguna dimensión ignota, ningún misterio purificador.

Y, por último, nos encontramos los devotos, los fervientes creyentes en la eminente profundidad de todo. A nosotros, el rastrillo no nos parece instrumento suficiente para abordar la tarea de encontrar el nido secreto del oro. Nos reímos del tamiz y de los peines. La impedimenta habitual nos provoca un recelo permanente, pues se basa en un principio equivocado: el de imputar el hallazgo y la gratificación a la suerte, por un lado, o a la pericia del explorador, por otro. Y no es el caso. No lo es porque el oro que anhelamos los mineros sagrados no es de índole aparente: carece de peso y de forma concreta, su precio no se puede tasar con las básculas humanas (todo en él es riqueza evanescente), da siempre más de lo que promete y su recompensa apunta a un ámbito más simbólico que bancario.

El oro al que aspiramos los mineros del oro es una luz, una aureola, un carisma extático, un saber de los arcanos. No se puede fundir, porque sólo Él posee la capacidad de transformar los estados; no se extrae, sino que se recibe (como un amorfo mensaje implícito en toda cosa, como una clave o una inscripción cuyo alcance se desconoce, pero al que se le supone el supremo valor). El oro hacia el que tendemos los locos, los psicólogos de las profundidades, no cotiza en el mercado ni es objeto de trueque: quien lo encuentra, lo conserva para siempre (aunque a veces pueda parecer que se ha extraviado, en verdad subsiste semienterrado en los sótanos de la mente, de donde emergen cuando se les invoca con el ensalmo pertienente).

Claro que, para dar con ese oro-don u oro-fuente, es preciso abandonar la falsa certeza del suelo y descender poco a poco hasta las entrañas de lo creado y lo increado, hundirse en el lodo, llenarse de agua, mezclar el alma con la materia y el pensamiento con los cien mil elementos primordiales, disolverse, perderse como ente para reencarnarse en indeterminación… ¡Silencio, silencio! El contexto no es el más adecuado.

Ese viaje iniciático, cómo negarlo, son pocos quienes se atreven a realizarlo. Y, cuando vuelven, no hablan en términos auráticos sino por negación: no es eso, no… eso tampoco, no… De modo que nos quedamos más o menos como estábamos: con un deseo insatisfecho de continentes existentes en forma de sueño, promesa o recuerdo, pero que nadie puede comunicar. Sólo el arrojado aventurero con motas amarillas en el cabello y el ojo dotado de una sobrehumana inmutabilidad, y siempre de manera sesgada e indirecta (pues, como se sabe desde antiguo, la abundancia es para quien la trabaja y no para el que se limita a codiciarla).


LÍNEAS DE SOMBRA

No una, sino cientos, miles son las líneas de sombra que ha de cruzar el barco humano.

Se trata de amplias zonas ubicadas en alta mar, regiones acuáticas que se desplazan con el oleaje y, por su propia movilidad, resultan imprevisibles y arduas de sortear: sin previo aviso y contra toda caución, la embarcación se adentra en una suerte de abismo magnético, en un marasmo de nadie en que se hace imposible avanzar. Los motores se detienen, las velas ondean fofas como banderas de países invadidos: todo parece plano y sin relieve, para estar en pleno océano. Ni rastro de tormentar ni furiosas ventoleras que pusiesen, cuanto menos, a prueba nuestro innato instinto de supervivencia. Tan sólo semanas y semanas de inhumana detención: un mero no hacer nada, una brega sin moverse del sitio y, por fin, una esclerosis, una renuncia pasiva que asciende por las piernas y toma asiento entre las sienes (única plaza fuerte en la que aún podríamos resistir y hacerle frente).

Y así quedamos, inertes y estatuarios, pura espera de no se sabe qué –pues ese virus mina la imaginación–, sordos a cualquier conminación, reacios al cambio, sin apetencia de ser. Pastosa mineralización callada, los navíos perecen por la alianza de la falta de hambre con las nulas ganas de comer.

Escrito por JoséLuis a las 6 de Octubre 2004 a las 12:51 PM