ÓMFALOS
No hay nadie más anónimo que yo. No porque no exista (tampoco existe Dios y eso no le resta ni un ápice de su esplendor). Es porque, al fondo de cada uno de nosotros, persiste un sustrato primordial, una oscura raíz de infinitas ramificaciones que nos priva de unidad y comunica nuestro ser dudoso con la corriente aún menos tangible y así, tanto más cierta que todo lo trae y luego lleva. La evidencia es una escalinata inversa.
Por ello el nombre tiene poco de fiable: su presunta inmovilidad pronto se aboca a un dominio inestable, huidizo y rapaz del que persona alguna regresa intacta. Nada pervive entre sus límites una vez ha conocido el orco del que se nace y adonde (vivo o muerto) se desemboca.
Que yo centre, pues, mi ojo en ese escurridizo punto fijo no me hace esclavo de mi ombligo a no ser que tú, igual que yo, contemples el abismo que sobre ambos (el espectáculo y el espectador) se cierne. En ese caso, no hay dos, ni uno ni nadie: la voz únicamente, indivisa y persistente, propagando por el aire nuestra común pertenencia a la Gran Boca sin título, apellido ni asomo alguno de identidad.
En tal caso, ¡salve, hermano de sangre y de fluidos! En el globo compartido de tal ciencia, caminamos carentes de temor hacia el final de los finales.
HOJA EN BLANCO
El miedo yo lo siento ante la hoja, en blanco no, en gris: el tono medio de los restos, la abulia incolora que no conoce amo (aunque siervo sí), ese empuje mate pasada de mano en mano y que no hay guapo que lo salve la inepcia, en fin, de asumir tal cual un legado ajeno, una herencia impropia, el papel de comparsa en una obra inane y ruin.
No es tal abismo, la enorme fosa que ante uno se abre cuando empieza a escribir: yo la veo como un desierto rosa, preñado de posibilidades todas aún por descubrir como una intricada selva que ha de ser desbrozada con el pulso estable y la mente en cuarentena como una enorme ola anhelando ser surcada de principio a fin, porque en el agua no nace ni en la playa va a morir (misterios de la naturaleza cuando se postula literaria).
Es gozosa la tarea de tan inédito decir: no se puede afirmar que invente, pero en ningún caso se contenta en transmitir lo que toma simplemente. Hay en él un eco extraño de voz remota y familiar, un ligero temblor de zona ignota, una asonancia entre oro y verde la algarada, soñada y evidente, de un existir primero: inocente, sin peso, pura pulpa de palabra hermosa que a sí misma se quiere puerto y rampa de un monstruoso lanzamiento
EPIFANÍA DEL VELO
No conoce la jabalina el periplo vertical de su vuelo, la parábola descendente que describe a ciegas. Tan centrada se la ve en su equilibrio (punta que penetra el vacío y lo llena de significados), que se aísla en tareas ímprobas de improbable rectitud. El trayecto que ella sigue lo decide horizontal nunca en caída.
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Si quieres navegar con el viento de cara, afila el canto que le das: su impulso accede sólo cortado.
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La mala conciencia de la paz subsiguiente a una tormenta que no acabó de desaguar. El desasosiego de saber que pasó la gran nube, y con ella se llevó su solución.
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Al abismo rogando y con los puentes dando (drama cómico del ingeniero poeta, o viceversa).
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Luz en la palabra:
eclipse
de un astro
por planetaria
interposición.
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En la frase no inspirada vano esfuerzo del suelo contra penuria enconada del cielo se plasma la verdad primera en el verbo: buzo sin plomo en los pies no alcanza grandes profundidades.
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Epifanía del velo:
abrimos los ojos
y no vemos.