PLANCTON
El mar no es esa sustancia incolora que nos cuentan, ni siquiera cuando refleja (acuosa consonancia por un eco sideral) la miríada de tonos de los techos del cosmos.
El mar es una sopa, un brebaje sabroso, un néctar plagado de significados. No está vacío, no es inerte, no se escurre sin dejar rastro: persevera en sus trece de masa descomunal que se engendra a sí misma, se mantiene fiel a su esencia líquida sin violar el compromiso (estricto pacto no escrito) del vapor entre sus visos.
El mar es un océano de plancton en suspensión, una edénica constelación de axiomas en sí mismos demostrados, una ley que nunca falla, un orden más o menos perfecto en su magmática labilidad, una quimera tanto más real cuanto más tú la deseas.
El mar genera y se regenera en un mismo gesto soberano de monarca albinegro, masculino y femenino a la vez, o quizás neutro; en todo caso, perdurable redondez en sí misma replegada hacia lo infinitamente abierto (hundiéndose sin cesar, levantándose siempre).
Por eso el mar resulta tan y tan nutricio. Es el maná para quien quiera beber en su promesa de segura redención y, de este modo, asimilarse a Él. Es la gran boca que admite pero no deglute, pues de este vientre están excluidas (demoníacas) la avidez, la codicia y la voracidad. Es la consumación que no consume, sino que proyecta lo muerto hacia una nueva dimensión, quizá más untuosa y menos firme (parecida a la textura de las olas: si las miras de muy cerca, ¿no te parecen almas?).
Ven. ¿Quieres saber? Basta con que te sumerjas en el seno adventicio del mar y te sentirás conciliado, basta con que abras bien la mente y te dejes empapar por sus miríadas de partículas sagradas.
No puedo decir más. Verás: en la inmensidad mojada hay panoramas que no se pueden revelar a los habitantes de tierra firme. Sólo el buceador conoce lo que te reservan los tesoros del mar. Y a él ya no puedes preguntarle, pues de esta inmersión no hay un dios, a día de hoy, que aún se haya regresado.
GOLPE DE GRACIA
Contra el mito del esfuerzo, esta evidencia: lo mejor viene del cielo, o emerje de la tierra, o queda enfrente, o lejos en fin: lo bueno sólo se aviene en forma de lluvia o resplandor, de torsión súbita o terremoto, de nieve en las solapas del andariego, de rocío evanescente cuando rompe a amanecer, de movimientos piadosos en una senda apenas entrevista por el herbazal.
Contra la acción tendente al logro, este único voto: cultivar el recogimiento, ser paciente, no contaminarse enturbiando el agua que uno ha de beber, mañana, cuando nos sea comunicada (rayo blanco contra fondo gris) la clave del hallazgo.
Contra el enredo, la simplificación. La humildad extirpando el vituperio (esa tendencia inhumana a exigir por anticipado), se ha de lograr el giro extremo que no alcanza la ansiedad premiosa enterradora, con sus prisas, de la fe.
CONGELACIÓN
Ahora, el gran propósito consiste en no menguar más todavía, en mantenerse alejado de la erosión permanente del espíritu por falta de humedad, de sal, de nutrientes, de un plano inclinado por el que deslizarme y proliferar.
Ahora, el reto descomunal pasa por eludir el tacto extenuante, la enervante frotación, los fenómenos del consumo y su contraefecto seguro: el desgaste.
Ahora, me entrego a la tarea puramente negativa de la conservación: entro en el frío, me acomodo entre los témpanos milenarios y empiezo la cuenta atrás, mi lenta trasformación en accidente del paisaje.
Entremezclado con el hielo y los glaciares, quizá alcance el estado de sólido perpetuo, de nieve impávida, de fuerza contenida que estalle licuándose, mi figura habitual correrá de nuevo ladera abajo con el primer rayo de un sol ya muy antiguo.
Tanto, que ahora mismo me siento incapaz de recordarlo.
MIRADAS PERDIDAS
No recuerdo haber visto jamás con mayor claridad que en ese lapso (entre perpetuo y fugaz) en que mantengo la mirada perdida.
Los ojos como platos, las pupilas dilatadas, cierto aire entre distraído y concentrado: en fin, una suerte de éxtasis visual en que mi yo, abocado a la mera contemplación de un objeto interno, diminuto, irrelevante quizás, pero perfectamente nítido para mis adentros, absorbe el caudal de mi energía como un vórtice enamorado.
Pues amor es, en realidad, el haz incoloro (no cristalino, no posee ese brillo asociado comúnmente al material) que envuelve mis cuencas oculares, confiriéndoles una acuidad no dolorosa, una incruenta capacidad de proyectar hacia la lóbregas honduras lo que se suele ajustar, punto por punto, con la pura superficie de la piel.
Yo diría si decirlo no incurriera en un contrasentido flagrante que, durante esas seráficas miradas, yo veo en tres dimensiones (es imposible, lo sé). Si la mano ha sido, por obvios motivos de constitución, la natural depositaria del tacto, es decir, del volumen y la profundidad, y el ojo su correlato plano (el amo del perfil, la clave del contorno), poco podría imaginarse un humilde ciudadano que, extraviando la visión, entregándola a un errático vagabundeo interior, accedería a la simbiosis de la piel y de la carne, de lo liso y lo rugoso, en definitiva: de la esencia y la apariencia.
Ya que de eso se trata, creo yo: cuando veo como si tocara, o tocase como si viera (llegados a este punto, las distinciones fallan), el desgarro habitual que mantiene a los sentidos en compartimentos estancos, se suprime y, en cierto sentido, se subvierte. Lo esférico se estira hasta cobrar la consistencia de una película impalpable; lo fino desarrolla innumerables vértices y aristas, caras y facetas geométricas o irregulares que lo elevan (¡extática trasmutación!) hasta la categoría de un bulto en el espacio.
Llegado a este punto mirífico, no tiene sentido ya hablar de realidad o de espejismo: las categorías ceden, se impone el ideal. Me convierto en un ser ubicuo y trascendental, todo se desarrolla como si estuviera previsto, las rimas se devanan según un esquema que no conozco y que, sin embargo, sigo Vivo mis muertes antiguas, renazco a mi próxima generación, entro y salgo sin problemas de mi propia identidad, fluyo, crezco y me desvanezco con cada ráfaga de aire que, por la ventana, me haga levitar Soy etéreo y vegetal, pura sustancia de sueño o concreción perfectamente material. Al fundirse mis percepciones en un único continuo de admisión, me transformo en un espejo que todo lo acepto y lo devuelvo, recubierto de una pátina de purísimo oro.
Y es que, cuando pierdo la mirada, yo recupero la visión la cual, como se sabe, tiene la pecualiaridad de volverse, en estos lances, por completo transparente.
DESBOSCAJE
La deforestación es un trasunto de la impiedad.
Talar un árbol es refutar una medida desmedida del tiempo, un devenir incongruente con la imperiosidad humana. Privarse de su sombra centenaria (o milenaria: para él, los años pasan en vano) equivale a entregarse a ese marasmo que llamamos, por convención o desespero, actualidad. Ignorar el abrigo perpetuo que libremente nos proporciona, inaugura la indigencia de un andar sin posadero.
Desbrozar un monte tapizado de matorrales (técnicamente: desmontarlo, ¡como si estuviera compuesto, él, el gran silvestre!) equivale a rasurar el delicado entrelazado de hebras, tallos y nudos, ese tapiz del que emanarían si los dejasen los arbustos del futuro, y de ellos, la argamasa verde de nuevo.
Aterrazar una ladera se parece extraordinariamente a limar una aspereza que, en contra de lo que se cee, transforma en alas las cadenas: pregúntenle al torrente, inductor de la avalancha en su forma de promesa, por dónde prefiere abalanzarse cuando empiezan los desastres.
El desboscaje del planeta vuelca en una única imagen sepia la magnitud de este orbicidio: una dehesa es un cilicio en la muñeca del ramaje, un pastizal hace pensar en un cerebro bovino (el del asesino que mudó la exuberancia en ganancia miserable: pan para él y para los demás, hambre). La devaluación de las praderas, el desgaste del erial, los obscenos coqueteos con el amo del desierto (la aridez avanza, y yo me alegro), todo ello es la traca final que se afianza en un rápido proceso voraz.
Hemos cambiado el verde por el gris, la sombra natural por el sol artificial (¡esas lámparas para ponerse moreno!), el humus del origen por alfombras para jugar al golf. Ya no hay experiencia fuera de lo social: el globo se ha encogido hasta formar una pequeño bola de sebo, ridícula e inesencial.
Ahora sólo queda esperar que, en justa reciprocidad, los dioses del Averno nos remuneren con un pago equivalente: mil y un fenómenos desmesurados, cataclismos espctaculares como mínimo, que sean cinematográficos y un sinfín de meteoros conchavándose, vengativos, contra nosotros, sus seguros detractores.
Quizás entonces podemos hablar, esta vez sobre las ruinas, de justicia universal: entretanto, la aridez y la locura campando por todos lados.
Si vira el mundo es para continuar en el mismo sitio, fiel a su eje.
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Con una sed continua de cambios, sacia la boca su perpetua hambre de muerte.
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Repartiendo puntos de luz por un dominio oscurecido, esparzo salpicaduras rojas, ocres y amarillas: así adivino la faz oculta de ese astro que no se ve (pues yo lo tapo con mi cuerpo ansiado de proyección).
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¡Qué más habría querido Sísifo que empujar una esférica piedra rodante! Su fardo, por el contrario, era una bala de paja cuadrada.
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Es preferible una desorientación bien encaminada que un erróneo rumbo fijo.
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Prosperidad no es un tesoro del que uno pueda disponer soberanamente. La auténtica riqueza (en el parqué y en el sagrario) se llama capital circulante y, de tan raro, se diría evanescente.
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El andarín permanece estático en un único punto móvil; el sedente se precipita por innúmeras rutas quietas.
Ningún pie ha conocido todavía la conciliación. Sólo la mano gobierna (y no trasciende): su estática naturaleza le priva del movimiento exterior y la paz interna le concede.
No existe reino más ancho e inabarcable que el que queda al alcance de mis dedos o eso a ellos les parece.
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La progresiva impermeabilidad de los sentidos ha de ser compensada por una mayor destilación de la mente la cual, con una materia prima de calidad muy inferior, debe preservar el nivel del licor resultante.
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El yerro y el acierto son la misma cruz de una sola moneda equivocada: su reverso (que, por cierto, no da nunca la cara) no conoce de agravios ni de méritos, pero es el único que manda. El diseño invisible del destino aún no conoce tribunal que lo evalúela traza que subyace a los caminos ignora al cartógrafo que la saque a la luz.
La falta reside en la búsqueda (Joshu)
Bien sabe el sacapuntas que la mina siempre afilada es una vida abreviada rápidamente hacia su fin.
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La combustión perfumada lento devenir ligero, progresiva delicuescencia sin ardor abomina de la llama. El aroma del incienso poco a poco se devana, sin crepitar apenas.
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En el lodazal, los insectos voladores pueden darse por presos en cuanto, débiles, se posan. Su destino es no descansar jamás; su tarea: redimirse en pleno vuelo.
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El único derecho del autor es el de caminar siempre torcido.
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Cuanto más densa la armonía, tanto más próxima la inquina, las flechas, el dardo putrefacto en mi diana distraída. La paz es la antesala del infierno: cruzarla o no queda al arbitrio de cada cual consigo mismo.
Lodos: películas blandas sin profundidad. La tierra no sujeta, en este entorno lábil y escurridizo. El suelo elude la firmeza que confiere a los pesos su soltura innatural: lo sienten como a un lastre que desciende hasta su asiento, y no se ajustan. Arenas (entre húmedas y anegadas) retroceden por doquier. No hay acera en que hacer pie, ni artificio que remueva tanta densidad viscosa, gris y maloliente. Los caminos, aquí, no son tales: sólo atisbos de espirales que me aspiran y me escupen en paisajes desolados. Un aire extraño infecta la tarde. El marrón engulle al verde. La hierba ya no crece, o lo hace de mala manera (los reptiles la devoran a tal velocidad, que rara es la mata que no perece entre sus dientes). Las hojas en las copas mastican un polvo mate. Todas las aguas, o son residuales, o son pestilentes. Una bruma espesa contamina con su infección los escasos remansos naturales. La masa forestal se confunde con la laguna embarrada. Todo transcurre entre la duda de mirar y la certeza de no verse. Rodeados de ofidios y caimanes, el movimiento es lento, o no existe simplemente. Desde el alba hasta el ocaso, hay que avanzar con cierta abulia de serpiente: en este paraje, lunar por tan terrestre, sobrevivir es un modo de morirse lentamente.
¿Cuál es tu momento predilecto en la marea? ¿El punto de máxima avenida, cuando el agua recobra el dominio que fue suyo y parece amenazar con anegarlo? ¿Su mínima expresión de acometida esa distancia que permite caminar por un reguero de frutos, piel y huesos? ¿La pugna creciente, con esa inhumana capacidad suya de arrastre? ¿O el pulso menguante, trasunto del cosmos en retirada?
El péndulo: yo amo el vaivén inscrito en mi estatismo, yo adoro la blanda parsimonia que subyace a lo descomunal cuando se desplaza. Yendo y viniendo, el mar me comunica mensajes que los ríos (esclavos atados a una sola vertiente) jamás podrán entender
La concentración: reforma eventual de la atención.
Por un momento (más o menos duradero, en función del propio afán), los ojos se vuelven hacia adentro, y la sólita maraña se desenreda. Ciertas capas del cerebro entran en actividad, mientras otras se adormecen. Decrece el sentido de la sucesión temporal, los recuerdos comparecen a la par, todo es presente y entra en vereda (o eso parece).
Como lógica consecuencia, emerge lo olvidado hasta el ámbito del tacto, tan carnal como nació; se difumina la corriente coerción de lo evidente; los rasgos más claros son aquellos que la memoria prefiere: los significados.
En la fuente primordial donde mi mente abreva, ella desecha el accidente y deja intacto lo esencial: el resplandor de los comienzos, un aroma a prado silvestre, la aspiración a algo más o algo menos, la implícita anuencia, una trepidación caliente, el amarillo azar, la necesidad verde en fin, la propensión a santificar sin sotana de por medio.
Así ensimismado, el ojo accede a una visión más cierta que la estrictamente casual: discierne, condensa y proyecta con torero arrojo, libre de cargas mundanas, enraizado en lo celeste y volcado en lo terrenal.
La experiencia que al autista excepcional se le revela no es, empero, de índole sobrenatural: por el contrario, en este trance aparte de la alienación cotidiana es cuando la consciencia se acrecienta, el espíritu reverdece, comprehende la inteligencia, todo vuelve y todo encaja (pero no como conjunto, sino como miríada de piezas, cada una absoluta y subsistente).
Lo peor de este episodio, substancial por lo que tiene de fundente, no es que no dure: es que acaba siendo uno mismo quien, atemorizado, lo rehuye. Para vivir royendo tuétano por los restos de los restos, habría que ser un poco más perro y eso está al alcance de muy pocos, hay que reconocerlo.
Volver a nacer no es la condena, sino el indulto que te lleva, otra vez, desde el suelo hasta el cielo: basta con que la Rueda asuma que lo es, y el Deseo será cierto.
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La reiteración devocional y el tedio impío comparten un innegable / aire de familia.
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Buceando en un mar calmo, aguardo la irrupción de un simple anzuelo, de una excusa la ocasión que me permita emerger fuera del agua y comprobar (por si aún hiciese falta) que este pez es un anfibio en realidad, y le gusta.
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Ir constantemente es un modo perverso de no llegar jamás. Volver una sola vez se parece extraordinariamente a nunca haber estado.
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Nunca deja de reverdecer la mata sagrada: mira los brotes. ¿Los ves? Son el espejo del alma. Su otoño está lleno de retoños.
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Lo claro es más claro cuando anochece.
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No se desvela en su ausencia lo increado hasta que, con un impulso casi humano, nos ponemos a la altura de la creación. Así, lo negro y lo blanco (polos hermanos en su aparente oposición) vienen a la vez a la presencia, sí, de lo gris en extinción pura vereda.
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Igual que yo, la estilográfica apura su tinta con la fibra gastada. A falta de orillas, revierte en hondura lo que ignora en superficie. Igual que ella, extática, mi piel se estira en busca (la vida la tiene calada) de la uña que la afirme. Perviven ambas en su agonía rala y, aun así, sublime: la guadaña la adivinan y la tumba ya no gime.
Resonancia: sonido más allá del sonido, persistente evacuación, transferencia hacia otro ámbito sin ausentarse de éste. Cambio de estado, idéntica esencia: proliferación de lo virgen en lo inédito, humo sutil, sagrada polvareda, cariz, exuberancia. Valor a crédito, pujanza más allá de lo vil, leve ascensión (mas suficiente). Ocupación de los vacíos, y no con cuerpos: con sentidos, menos presentes que intuidos. Aspaviento en que, sí, yo me revelo: como otro distinto de mí, pero el mismo de siempre (fluido, impermanente, corriente sin fin: espejo que crece, emite un grito y se vuelve a dormir).
Cerrar las ventanas, después de meses expuesto, es nacer de nuevo al interior. Los ruidos se amortajan: nadie, excepto el folio, mi vela y yo. Se transmuta este cuarto en orbe entero. Las paredes cantan, o emiten ecos (no es domingo cada día en la sabana). Nada que expiar: en este encierro, el pecado es ilusión y mi alma, una campana abocada a lo increado. Un quemador: le prendo fuego. Esencia y agua. Entremezcladas, la mañana canta con un solo pulmón (el de la exacta inspiración). Las armonías van a más: Brahms toca el piano con décadas de distancia, pero yo no percibo ninguna separación. Apogeo: en mi corazón, todo es simultáneo, aéreo y plenario. Invoco a una amiga (cálida o fría, según los casos), le doy alas, la veo volar, la sigo con la mirada desaparece lentamente hacia su limbo de besos no codiciados. ¡Dios la guarde mucho años! En mi sitio me quiero: medio dormido, y soñando.
Un crujido. Miro la palmatoria. Tiene dos llamas: la más reciente desenterró a la antigua, y ahora lucen ambas. No hay escapatoria. Mueren. ¡Ya! Se han ido. Sigo indeciso, lúcido y crepitando. Los fenómenos más nimios, en esta calma cobran pleno sentido. Yo la retengo (sin aferrarla). Que el suceso tenga en mí su blanco sagrario: esa es mi única tarea. Soy el guardián oculto del universo. Su mecha. Su llama. Su deflagración.
Llegan los fríos (pues no es uno, sino múltiples: sólo el calor reúne lo que su ausencia ha dividido). Por las ventanas penetra el anuncio de la estación: una cuña de aire por donde se escapa el solsticio. Caen lentamente las luces: amanece cada día más tarde a quien Dios le ayuda y, para el noctámbulo, anochece más temprano. Dudan un tanto las ropas: unas se alargan y otras permanecen cortas (la piel ignora la común sensibilidad). Flirtean las hojas con la vertical, mientras la acera se apura en trenzar con ellas una alfombra. El fragor es creciente: los niños juegan a perder la compostura, el camión enmudece el desorden colectivo, se abrevia la paz hora tras hora, no hay nombres para aliviar este caos descendente (sólo adjetivos).
Pronto a lo sumo, un par de meses, el orbe girará en redondo y volverá la desnudez a ocupar su antiguo sitio: el del extremo rugiente, sin mezcla ni vaivén, pura esencia concentrada en su ser sólo de un modo. El invierno es lo que tiene: no acepta el clásico tejemaneje de ahora vas y luego vienes. En cambio, al otoño le gusta negociar: cada día se extiende la moqueta donde se reformula el valor exacto de la temperatura real. Hoy aceptas, por ejemplo, lo que mañana vas a rechazar. Se trata, en puridad, de una protesta silente: la duda otoñal refuta la humana pretensión de durar en un estado.
Así que, yo lo celebro: que dure la indecisión entre el sol y su adversario, que los bordes se redondeen y yo pueda verlo. Pues ya habrá tiempo sobrado para cortarse la piel con los cantos vivos del año: de momento, a este fresco septiembre yo me aferro. Que los filos fieros de la identidad permanezcan al margen. Yo prefiero lo ondulado.
¿Cuál será la chispa que haga saltar (¡por los aires! ¡por los aires!) este gas acumulado, invisible e inodoro, pero dispuesto sin duda para la deflagración? No en vano yo soy el maestro artificiero: mi especialidad son las atmósferas incendiarias, los éxtasis flamígeros, la detonación pirómana que prende las voces e inyecta en los ojos la certera evidencia de la hoguera primordial. Mira, si no, mis dedos: tienen fósforo en sus puntas; bastaría una sola caricia en tu piel endurecida para que, mi espectador, tu anodina vulgaridad inerte ardiera en obediente conflagración. Pero tu espera será en vano. Soy yo quien está dotado para el vuelo, no quien hace volar: mi destino es elevarme y verte allá en el suelo, haciendo gestos y consintiendo, aún, en besar tu propio lastre. Cada cual tiene el Cielo que se merece: y el mío (¡míralo! ¡mírame!) ya viene, ya viene
Era una pista forestal, una evidencia de tierra no apelmazada que se podía hollar sin gran esfuerzo: por su cauce sencillamente me dejaba navegar, siguiendo el surco que (¡al mismo tiempo) yo continuaba y abría por primera vez. No había otro camino que el que uno, repitiendo, se inventaba. Así es como fui penetrando en la mancha oscura.
Estaba poblada de huellas salvajes: árboles sin corteza casi, remolinos de hojas desventradas, hendiduras a pleno sol, túneles malhadados por hocicos sin cultura ninguna
Poco a poco, los signos me concernían: el arroyo bajo el puente era un trasunto de mi propia vida, los bárbaros gruñidos del jabalí me comunicaban un mensaje indescifrable el musgo, los hongos los caminos perdidos, ese liquen aferrado al gran castaño, aquella choza semiderruida una fogata apagada, pero de brasa reciente
Todo bullía en revelaciones, dentro del bosque recién inaugurado.
Continuaba mi singladura. Enormes humaredas emanaban de las matas (el agua caída se sabía de nuevo redimida), pisadas recientes mentían sobre su origen, un pequeño claro se trocaba en panorama al infinito vacío
Ya la incursión en cielo ajeno poco a poco develaba su carácter esencial: no era adentro, adonde yo me asomaba. En el borde del sendero, una verdad se abría paso: al abismo bárbaramente me convidaba. En ese inocente periplo, yo no era el que emprendía, sino el próximo iniciado.
Su cifrado todavía es inminente, pues no ha sido consumado. Este recuerdo es, pues, activo: hacia mí está llegando (siempre, siempre, siempre )
La conciencia la gran desgastadora es una anciana hambrienta de renovación. Su condena consiste en que, todo lo que toca, lo despoja de su encanto y su primor. Su redención, que experimenta con ello un único instante (el primero) lúcido y fragante, pura delicia embriagadora. Entre ambos extremos, el pueril y el senil, no existe un término medio: la conciencia, o bautiza o entierra, o ignora disfrutando o sufre porque sabe ya demasiado
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El exceso de sol mata el color, que es tímido y no apabulla. Para que muestren sus antenas, los tonos requieren cierta compostura: un cielo amable, una fina gasa de nubes o, en su defecto (el ideal es una flor rara, mas no inviable), las horas extremas del día. Al cromático esplendor le disgusta el orto. La inclinación es su delicia.
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Los deseos NO son proyectos: no apuntan hacia el mundo del fruto (el futuro es una ventana). Los deseos manan del haz del tiempo para ensoñar con el envés de la eternidad. Los deseos prefieren un quizás en la mano que cien certezas volando. Los deseos se saben perecederos, así que no plantan nada su siembra les confiere en transparencia lo que les resta en densidad. Los deseos reinan, pero no gobiernan: su esfericidad tiende siempre hacia otra tierra
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Filosofía de la composición. El autor es un brujo: para suscitar ciertos efectos en el receptor, ha de reproducir fríamente los ritos consustanciales a la temperatura real aunque él esté ausente y ya no la sienta. El verdadero embriagado no puede compartir su algarabía. En el ámbito de la creación, la maestría es felina y no confía en la suerte.
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La poesía es la llave y es la puerta que se abre. Es la espera y lo esperado, el contenido y el contenedor, la flecha y la diana. La poesía encierra lo que está diseminado (para que no se derrame) y libera lo que se retiene en su propia limitación (para que corra y busque un nuevo establo). La poesía es el punzón y lo punzado, el hilo, la aguja y el bordado. ¿Y nosotros? ¿Y yo? El público desangelado que, al son que ella marca, reacciona.
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El sismógrafo de mi escritura es tan sensible a mis vaivenes que con idéntica fidelidad refleja el auge sustancial y la catástrofe accesoria. Su actitud para conmigo no es la del científico sensato, sino la del amante enardecido.
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La confianza desmedida que requiere todo comienzo resiste mal la prosaica administración típica de los desarrollos.
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De lo que la vida me va presentando a la lectura, yo sólo retengo los titulares. En la primera fase (germen inicial y sabroso), esta contenido todo el sentido en su estado mejor: el de promesa.
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Para un escarabajo o una paloma torcaz, el bosque es una ciudad llena de signos: no lo ven como yo lo veo (exento, libre de marcas, preñado de enigmas que no quiero resolver, sino custodiar en su estado de irresueltos). Y es que el hábitat es una pizarra: mientras que sus inquilinos se atienen a los trazos de tiza, el visitante ocasional percibe únicamente su fondo no escrito.
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Todo incremento de la autoconciencia redunda en una mengua de la autopercepción. El sexto sentido, que es el del propio yo, se embota con suma facilidad: o capta, o se desvanece.
Así como un hombre deja de lado los ropajes gastados y toma otros nuevos, así el Habitante del Cuerpo descarta los cuerpos gastados y va a otros nuevos (Bhagavad Gita, II, 22).
Prefiero la compañía de un solo pino que la de quinientos seres humanos: por lo menos, el arbolito me revela secretos que, por otros medios, yo jamás podría conocer.
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La Rueda de las Transformaciones, tan denostada por los budistas, nos parece infernal únicamente en su tramo senil: todo es renacer y volvemos a celebrar, como niños, todos y cada uno de los nuevos cambios.
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La luz que busco es la que, en otro tiempo, emanó desde mi adentro, imprengándolo todo con un baño dorado y resplandeciente. Así que aparta ese foco de ahí, que no lo quiero: el haz que ha de guiarme no hay mano que lo pueda sostener, de tan sutil como parece y tan claro como es.
[...]
Para mí ya no hay otoño: mientras crezca una sola mata verde en la falda del acantilado, y sea capaz de adaptar su crecimiento al empuje de los vientos que vienen del mar, y el aroma que desprenda me apacigüe y embelese, yo tendré un hogar y una tarea en este mundo. Hoja, tú impones la perpetua primavera a quienes, haítos de ruido y oscuridad, anhelantes te contemplamos.
[...]
Lo peor no es la sangre derramada: ésa, cuanto menos, conoció la algarabía implícita en su fluir. La sangre triste es la coagulada, el trombo, la que se secó en su herida, la que no pudo decidir si partía o se quedaba. Toda costra es una sombre de lo que pudo llegar a ser, de haberse podido desencubrir
Soy un cero a la izquierda, y me alegro. Ovalado como un huevo incubado fuera de su corral, en el lado malo de la coma yo me abstengo de disputas sobre el supuesto valor de esto, eso y aquello; y es que los precios, según sabemos, son de goma y no de hierro.
En el limbo incierto del no ser y defenderlo, mi voluntad no asoma: la esencia no se negocia, eso es lo único cierto.
Allá, en el barro de la charca infecta, con su mala saña se las compongan, que yo prefiero esta calma porosa (típica de mis únicos compañeros: las esponjas), este suave devaneo entre una forma y otra forma: como cangrejo ermitaño que soy, yo me quiero un tanto inconcreto.
La ventaja de no entrar al trapo es que no tengo por qué afeitarme las astas: permanezco inédito en el prado, absolutamente al margen, mugiendo y pastando en un mundo absurdo y jocoso donde lo único que veo es lo que tengo delante lo cual, jeje, no sois vosotros, ¡intrigantes!
Abandona la rudeza, tú, si vas a entrar
El talante lo es todo.
Talante es levantarse con todo el día por delante, y acometerlo con fe, con entusiasmo, con la disposición abierta de un corazón amable.
Talante es empujar los pesos sin creer que son pesados, sino tendiendo ese raíl por donde el obstáculo es ilusión discurrirán ligeros, casi alados.
Talante es burlarse de los muros altos, pues todos conocemos la estrategia con que vence siempre el topo (que es animal muy milenario).
Talante es sonreír con los que ríen, y también con los que no. Talante hay que tener para soportarlo todo, sin dejar uno de mostrarse, también, bastante risible.
Talante es ironizar sin ceder al sarcasmo: distanciarse un tanto por no caer, fanáticamente, en el extremo contrario de lo que se es, sólo para exaltar la diferencia con nuestro remoto adversario.
Talante es mostrarse blando con las materias blandas y duro con las materias duras, moldeándolas todas a la imagen y semejanza, no de uno, sino de ambas.
Talante es la forma más sutil de saber que nada se sabe, y que aun así, es posible comprender y dilatarse: tirando hilillos, aleando materiales, abatiendo la resistencia natural a mantenerse uno en sus trece, y solitario.
Talante es evangelio mundano impartido por el hombre a sus hermanos: el que quiera entender, que entienda; y quien no, que se mantenga, por favor, a cierta distancia. Que en esta tierra ya bastante tenemos con nuestras propias debilidades, para tener que soportar, además, las de lo Alto.
La primera impresión no es la que cuenta, pero es la única que sí VE: en el súbito encontronazo de dos cuerpos ajenos, salta la chispa que prende el incendio o se abisma en el vacío de la falta de sentido.
La primera impresión rasga el velo de la costumbre y, con ello, recibe ya una ráfaga de luces más intensas que las que, blandas, alumbran apenas al ojo habitual. Toda innovación posee un brillo que le ha sido, en parte, prestado por el enemigo.
La primera impresión, si es origen, funda un reino, le traza los límites, impone a la tierra recién descubierta un orden más o menos desconocido hasta entonces (nada surge de la nada pero, gracias a la primera impresión, eso es lo que parece).
La primera impresión establece nuevas normas o consolida las ya existentes, refuta la alianza con los viejos dioses o la renueva con otro nombre, abre brechas o ciega pozos, exprime o suprime el jugo que contiene todo puño cerrado y a la espera Todo es gozo, al contacto repentino con lo nunca visto ni oído.
La primera impresión es una puerta: a la cima o al despeñadero. Lo esencial es no negarle su carácter plasmático. En el magma ardiente e informe de su iluminación, muchas vías muertas terminan y una sola viva comienza: quien a ella se confía, conoce; quien se le resiste, no.