Lodos: películas blandas sin profundidad. La tierra no sujeta, en este entorno lábil y escurridizo. El suelo elude la firmeza que confiere a los pesos su soltura innatural: lo sienten como a un lastre que desciende hasta su asiento, y no se ajustan. Arenas (entre húmedas y anegadas) retroceden por doquier. No hay acera en que hacer pie, ni artificio que remueva tanta densidad viscosa, gris y maloliente. Los caminos, aquí, no son tales: sólo atisbos de espirales que me aspiran y me escupen en paisajes desolados. Un aire extraño infecta la tarde. El marrón engulle al verde. La hierba ya no crece, o lo hace de mala manera (los reptiles la devoran a tal velocidad, que rara es la mata que no perece entre sus dientes). Las hojas en las copas mastican un polvo mate. Todas las aguas, o son residuales, o son pestilentes. Una bruma espesa contamina con su infección los escasos remansos naturales. La masa forestal se confunde con la laguna embarrada. Todo transcurre entre la duda de mirar y la certeza de no verse. Rodeados de ofidios y caimanes, el movimiento es lento, o no existe simplemente. Desde el alba hasta el ocaso, hay que avanzar con cierta abulia de serpiente: en este paraje, lunar por tan terrestre, sobrevivir es un modo de morirse lentamente.
Escrito por JoséLuis a las 21 de Septiembre 2004 a las 01:38 PM