17 de Septiembre 2004

OJO DE PERRO

La concentración: reforma eventual de la atención.

Por un momento (más o menos duradero, en función del propio afán), los ojos se vuelven hacia adentro, y la sólita maraña se desenreda. Ciertas capas del cerebro entran en actividad, mientras otras se adormecen. Decrece el sentido de la sucesión temporal, los recuerdos comparecen a la par, todo es presente y entra en vereda (o eso parece).

Como lógica consecuencia, emerge lo olvidado hasta el ámbito del tacto, tan carnal como nació; se difumina la corriente coerción de lo evidente; los rasgos más claros son aquellos que la memoria prefiere: los significados.

En la fuente primordial donde mi mente abreva, ella desecha el accidente y deja intacto lo esencial: el resplandor de los comienzos, un aroma a prado silvestre, la aspiración a algo más o algo menos, la implícita anuencia, una trepidación caliente, el amarillo azar, la necesidad verde… en fin, la propensión a santificar sin sotana de por medio.

Así ensimismado, el ojo accede a una visión más cierta que la estrictamente casual: discierne, condensa y proyecta con torero arrojo, libre de cargas mundanas, enraizado en lo celeste y volcado en lo terrenal.

La experiencia que al autista excepcional se le revela no es, empero, de índole sobrenatural: por el contrario, en este trance aparte de la alienación cotidiana es cuando la consciencia se acrecienta, el espíritu reverdece, comprehende la inteligencia, todo vuelve y todo encaja (pero no como conjunto, sino como miríada de piezas, cada una absoluta y subsistente).

Lo peor de este episodio, substancial por lo que tiene de fundente, no es que no dure: es que acaba siendo uno mismo quien, atemorizado, lo rehuye. Para vivir royendo tuétano por los restos de los restos, habría que ser un poco más perro —y eso está al alcance de muy pocos, hay que reconocerlo.

Escrito por JoséLuis a las 17 de Septiembre 2004 a las 12:43 PM