La concentración: reforma eventual de la atención.
Por un momento (más o menos duradero, en función del propio afán), los ojos se vuelven hacia adentro, y la sólita maraña se desenreda. Ciertas capas del cerebro entran en actividad, mientras otras se adormecen. Decrece el sentido de la sucesión temporal, los recuerdos comparecen a la par, todo es presente y entra en vereda (o eso parece).
Como lógica consecuencia, emerge lo olvidado hasta el ámbito del tacto, tan carnal como nació; se difumina la corriente coerción de lo evidente; los rasgos más claros son aquellos que la memoria prefiere: los significados.
En la fuente primordial donde mi mente abreva, ella desecha el accidente y deja intacto lo esencial: el resplandor de los comienzos, un aroma a prado silvestre, la aspiración a algo más o algo menos, la implícita anuencia, una trepidación caliente, el amarillo azar, la necesidad verde en fin, la propensión a santificar sin sotana de por medio.
Así ensimismado, el ojo accede a una visión más cierta que la estrictamente casual: discierne, condensa y proyecta con torero arrojo, libre de cargas mundanas, enraizado en lo celeste y volcado en lo terrenal.
La experiencia que al autista excepcional se le revela no es, empero, de índole sobrenatural: por el contrario, en este trance aparte de la alienación cotidiana es cuando la consciencia se acrecienta, el espíritu reverdece, comprehende la inteligencia, todo vuelve y todo encaja (pero no como conjunto, sino como miríada de piezas, cada una absoluta y subsistente).
Lo peor de este episodio, substancial por lo que tiene de fundente, no es que no dure: es que acaba siendo uno mismo quien, atemorizado, lo rehuye. Para vivir royendo tuétano por los restos de los restos, habría que ser un poco más perro y eso está al alcance de muy pocos, hay que reconocerlo.
Escrito por JoséLuis a las 17 de Septiembre 2004 a las 12:43 PM