¿Hacia dónde va una hora sin un mundo que la asombre? (J. GUILLÉN, Cántico)
El día (pútrido atanor que raras veces cuece), el día es tórrido: en sus esquinas se acumula la abulia por barrer, el gesto sólito, la inquina a oscuras.
El día desenvuelve y, a veces, se desenvuelve: todo depende de la angostura con que discurran los líquidos antes de volverse sólidos, todo depende de la dosis de amargura y la inquina subsiguiente.
El día es un bólido dotado de ruedas muy finas: a la mínima revientan y revierten el veneno a su legítimo dueño, al anónimo autor, al cuentacuentos.
El día es una sabana plana poblada por muy pocas espcies: un león, cuatro jirafas y un cruce raro entre áspid y camaleón, espejito y serpiente (ése, ése soy yo: el menos típico, el abrumado).
El día se quiere largo, largo y renuente, y eso me obliga a tratar de habitarlo, a podarlo o evitarlo, lo cual visto desde lo alto viene a ser equivalente.
El día, a poco que te descuidas, languidece sin que apenas nada ocurra, nada indómito, se entiende: lo esperado redunda siempre en lo esclerótico.
El día manda, pero uno le planta cara y no obedece: con estólida apostura, en una sola hora se guarece como sombra que hace agua, como estatua helada o colchón de plumas. Así emboscado, lo real se hace simbólico y la vida se mantiene una sola todavía: franca y transparente, mística y gatuna, blanda, evanescente, física, espiritual, hondura, pendiente, calma que a la danza va a parar, corriente que se aserena, éxtasis, coagulación.
Tal es la maña de la hora presente: esta misma en la que ahora vivo y escribo, ardiente y generosa, consumación de lo oculto en lo evidente, ay, pero muy breve: hola y adiós, y lo soso vuelve.
La ciencia del perfecto adiós (FANGORIA)
¿Quién conoce la ciencia del perfecto adiós? No hablo del portazo, eso está cantado. Me refiero a la sabiduría implícita en cerrar el libro antes de haber acabado de escribirlo, en pasar la página justo cuando empezaba a remontar el vuelo, en imprimir octavillas y no lanzarlas a los cuatro vientos (polución, ¿para qué? ya sobra información), en contener el gesto en el instante inmediatamente anterior a que se desencadenen sus consecuencias más funestas
¿Quién se queda cuando podría marcharse? ¿Quién mantiene el fuego ardiendo y las bombillas en perfecto estado de alimentación y la comida caliente sobre la mesa familiar donde hace AÑOS que nadie toma asiento, pues no hay nada que compartir, siquiera el pan, siquiera la luz que a todos nos cubre y nos baña por igual?
¿Quién baraja el mazo de cartas y se COME el comodín si podría lanzarlo, después de haber apechugado con centenares de naipes raídos y sin gracia ni valor ninguno en el mercado del corazón? Y cuando digo corazón no digo corazón, exactamente, digo vísceras calientes, digo intestinos, digo bazo, digo esternón. Cuando digo algo siempre digo algo más o, en cualquier caso, lo contrario.
A ver, ¿por dónde vamos? Ah, sí: por el tapete de los tahures falsarios, por la partida dividida entre los que estamos y los que somos, bah, valiente atajo de tunantes, nosotros, siempre hablando de la ida, ya, claro ¿y la vuelta qué? La vuelta no la contempláis, pandilla de golfantes, pues siempre es poco o es demasiado, esa es la pega: no hay manera de contenerla dentro de un margen más o menos civilizado, a poco que te descuidas te crees que vas y regresas en verdad, ese es el precio que hay que pagar cuando se habla y se habla del valor de la marcha y no se dice nada respecto a la tasa del talón (el de Aquiles, ¿el de quién, si no?).
Sigamos. Decíamos que adioses, para los que parten hay muchos, pero para los regresan, hay sólo uno: el oscuro, el puro pentimento de arrancarse la antigua piel y ofrendarla como se ofrenda un cocodrilo muerto (lo digo porque hace poco que lo he visto: eso sí, en el televisor), ajado y marcado ya para toda la vida restante. Adioses los he visto de muchos colores y muchos tonos, pero al fin y al cabo se acaban resumiendo en una única dominante: o manda el piano, u obedece el cantante. No hay término medio en esto del pacto sagrado: o estás con el que manda o con los que acatan, o miras hacia arriba o te fijas en lo que tienes delante, y claro, eso cansa, eso acaba por matar.
Volvamos al punto en el que estábamos (o, al menos, yo: quizás tú hace tiempo que me has abandonado). Inspiración no me falta, lo que hace falta es atenerse a lo que se haya averiguado: que si el camino, que si la valla, que si el salto por encima del obstáculo, que si el mordisco, que si el león y la penúltima metamorfosis que conduce a la salida
Ahí sí, ahí está la clave que hace tiempo me pedías (¿lo ves? ¿lo ves?, la libre asociación lleva dentro una imperiosa necesidad: siguiéndola te sigues, extraviándola tú también te vas a extraviar): tente firme, vista adentro, mano al frente, la res corretea por el prado pero tú estás en lo cierto, hay peores astas y más cornadas da el hambre de horizontes abiertos que la mera ansia de pan, es evidente. Lo peor ha pasado, ya estás caminando, no era tan fiero el vado como lo pintaban, ¿lo ves, lo ves?, el antiguo impertinente en perfecto caballero se ha tornado: le bastaba una dama, le sobraba el bastón, requería tan sólo un escenario y un estupendo guión. Ahora que lo sabes, y ahora que todo es realmente como lo imaginaste, puedes continuar en línea recta hacia la nada: dominada la ciencia del perfecto adiós, ya nada te puede faltar. El hado es tu alma desplegándose en cuadrados, en círculos concéntricos, en prismas restallantes de músicas celestiales, en playas desoladas, en pilas salinas desaladas en beneficio del medio ambiente (esa puta vociferante, la muy canalla) en bidones de ácidos en redes que contienen peces que ayer nadaban y ya no en caídas abruptas en piernas fracturadas en tumbas en sarcasmos o himnos sacros, qué sé yo, si ya hace tiempo que me he marchado y esto continúa y sigue solo, solo hacia la salida, solo hacia mi adiós este sí, el esperado.
[Escuchando a Lou Reed, The Raven]
Hay que empezar de nuevo.
Hay que hendir la capa dura de hielo y amasar otra forma que convoque al tiempo (el gran menospreciado) y le induzca a intervenir.
Hay que declinar la invitación de las hormas coaguladas, siempre renuentes a dejarse arrastrar por la corriente principal, y admitir que, en materia de afluencia, es mejor confiarse al reflujo innominado que abrazar el borde del cauce y quedarse sin caudal.
Hay que abrir las compuertas del embalse artificial, fluir más allá de las barreras, derramarse por los prados, anegar todo el país con promesas y quimeras, llorar por los vivos y con los muertos reír ellos conocen otros modos de existir, más atentos a la materia circulante que a los cuerpos rematados.
Hay que saltar la cerca si se quiere catar los frutos del sembrado, que es abarcable con el pie pero desprecia cualquier mano (sobre todo, la del agrimensor).
Hay que decantarse: el grosor o la extensión, la paz superficial o la dulzura algo acre de los pozos.
En cualquier caso, lo tienes que aceptar: entre el cuerdo y el loco, tú optas siempre por el lado salvaje. Tal vez acabes, a imitación de los tarados, roto en mil pedazos y al cabo infructuoso pero, llegado a esta altura del viaje, ¿quién, en tu lugar, optaría por la vida de la tortuga (centenaria abulia siempre a salvo) pudiendo consagrarse a la del oso?
Empezar de cero cada día, sin herencias ni obsoletos lastres que te impidan divagar.
Entregarse a la vacilación de los rumbos inmediatos, ya que el norte de la vida se destila desde siempre hacia abajo.
Ensoñar, ensoñarse: indefinir la dirección, cubrirse de niebla, tomar cualquier camino a sabiendas de que el ritmo que cuenta es interior y no se escucha desde fuera.
Creer a despecho de lo creído. Confiar, ser inocente. Preservar la textura del viento en nuestra piel. Mantenerse hipersensible. Ser fiel a lo que nos permite percibirnos líquidos y gaseosos (o en su defecto, metamórficos).
Querer a tientas, por no aplastar la finísima película del deseo contra el muro duro de su realización.
Vivir en un estado deambulante, en la inconsciencia de sentir únicamente lo que viene como viene, y eso nadie lo sabe hasta que lo sabe aun cuando jamás, empero, es demasiado tarde: no soy hegeliano en eso.
Inconcluir, emborronar, instalarse en lo impreciso, prescindir de los balances, no calcular. Añadir sumando tras sumando y abstenerse de averiguar cuál es el montante final.
Librarse a los destinos encontrados, y que sean ellos quienes batallen por nosotros (sus activos espectadores: sus agentes más porosos).
Aunar nuestro cuerpo limitado a lo ignoto desmedido. Precipitarse en el vacío de la impresión, y sostenerse, y no caer: pensarse etéreo, y serlo.
Esa es la vocación de los seres insustanciales tal y como yo lo soy: nunca nada nadie por los siglos de los siglos. Así se escribe el himno. Así se entona la canción.
Y los mismos clavos que te auparon ahora te hacen caer, y remachan la tapa de la caja donde ibas a poner tus huesos a descansar y ya no, claro, ya no puedes, apenas queda una rendija por donde echar un ojo al interior y ver que está vacío
Y la propia estaca por la que ascendiste hasta lo alto del campanario se te ha hundido en el corazón, dejando a la intemperie un atajo de harapos y rellenos blandos, excepción hecha del maldito algodón, está claro, demasiado blanco como para no ensuciarlo al menor contacto con tu mano amputada y su correspondiente muñón
Y el arnés con que escalaste está gastado, míralo, una maraña de hilos cada uno por su lado, sin empaste ni amparo en el lado malo de la montaña
Y la vida extrema se está aplanando bajo el peso de tu excesiva atención a los detalles, gran error, como si ellos tuvieran la clave y tú no, que eres quien los concita enderredor y los fija en la diana ambulante del rechazo y la atracción
Y, llegados a cierto punto de la línea recta hacia la salida, el tiempo acumulado puede más que los instantes por venir
Y el lastre cuenta, y al final es quien dirime las tensiones que era a ti, a quien tocaba decidir, oh pusilánime o inerte corazón desvencijado
Y las velas que ayer hinchaba el viento, míralas, ondean flácidas igual que banderas de un reino derrotado
Y los vértigos, si te acucian, es en una perspectiva plana, apenas sellos de correos donde recreas batallas pasadas con las armas que mañana habrías de cargar, pero no dispararás, no, no lo harás porque el mapa se ha plegado sobre sí mismo y te has quedado en medio, chiquito y desorientado
tú, el cartógrafo del vacío, el zahorí del alba, el ínclito fracasador convertido al fin en autosepulturero.
No hay nada que decir, todo está expuesto, y sin embargo es preciso seguir hablando, aunque sea por no retener el aire en las entrañas, o que ese aire no nos penetre y volvamos a sentirnos vacíos y hueros como el día justo antes de empezar a escribir.
Porque si agarramos la estilográfica (no fue un tomar, ese asimiento: había algo de zarpas desesperadas, de búsqueda de absolución), si fue derramada la tinta en nuestros dedos fue para que empapásemos el blanco con ella, y hasta el momento más estéril hallara cobijo y no quedase a la intemperie.
El día en que abrimos la caja de los lápices y nos apostamos frente al trozo de papel fue con la inocencia de un niño que cruza la línea de demarcación sin saber lo que está separando fue con afanes de extravío, que perseveramos en la fuga implícita en rasgar los silencios con un chasquido de cortina al descorrerse y mostrar lo que ocultaba.
Luego se sucedieron los episodios más o menos banales, su transcripción esmerada o pujante o francamente torticera, todo en aras de una densidad que tiene mucho de anuncio, o de una ligereza parecida a una reverberación ¿de qué? Eso nunca lo he sabido. Quizás sea por eso, por esa ignorancia esencial del origen y el destino de todo, por lo que me permito tabular aún cada palabra con el mimo que los hombres de bien reservan a su oficio, su afición o su santa esposa. Quizás ese sea el motivo, no, quizás no, seguro, por el que prosigo en una senda que no me lleva a parte alguna, pero de la cual no me puedo desviar, a riesgo de precipitarme en una mudez aún más oscura que la de guardar un respetuoso silencio: la que asalta a quienes se empeñan en repetir un gesto antiguo y ya vacío de contenido.
No tengo nada que decir, y sin embargo lo digo. Y este decir que no dice nada me redime en cierto modo del peso que supone decir cualquier otra cosa en su lugar. Que el vacío que no colmo con palabras sea el testimonio, en estos lapsos de insostenible dejadez, de mi pusilánime honestidad.
Abotargado, entumecido, con los movimientos muy limitados, reducida la capacidad de maniobra (por decisión ajena o voluntad propia, qué más da, si es el mismo el resultado), insensible a los estímulos, lento en la respuesta, de miras cortas, incapaz tanto de parar como de seguir caminando, ciego el ojo, sorda la oreja, sin acceso a las fuentes ni salida al mar, equidistante entre la vida y la muerte (sin la alegría de una ni la paz de la otra), fuera del tiempo y del espacio (pero sin llegar a lo absoluto: todo muestra ahora un leve aspecto incidental), enquistado, olvidadizo, próximo a la parálisis, braceando en un marasmo de ilógico tedio natural las grandes demoras provocan grandes socavones, carente de fe, abocado a un espectáculo en el que nadie puede participar a no ser que se desnude (el atrezzo cuesta demasiado y a sí mismo no se puede mantener), cabizbajo, displicente, sin la sombra de ironía que daría al panorama cierto tono decadente, alelado, con la mirada absorta en batallas ajenas, vencido por exceso de combates (aunque nunca fuese del todo derrotado), incontinente, desdentado, el habla ida, un rictus de asco permanente en los labios, los puños en un ademán de impotencia prolongada ¿o son muñones de unos miembros ya amputados?, la cara rara, el paso extraño
Deambulo por los corredores de mi laberinto con el aire de un boxeador sonado.
Los desafinados también tenemos corazón (Joao Gilberto)
Los desafinados también tenemos corazón, sólo que late con otro ritmo, más rápido o más lento que el de los demás, y cuando lo hace al unísono, es por azar. Nuestro destino es hacernos eco de otro pálpito: el que asciende del centro mismo de la tierra, arrasando con las falsas armonías de los hombres e instaurando, en su lugar, una tonalidad que no se puede oír, pero marca con su tictac el lento devenir de lo creado y lo increado.
Los desafinados nacimos a contrapié, sincopados: desde el día mismo de nuestra concepción, ponemos el acento en el tiempo débil del compás, justo al revés que la inmensa mayoría de los músicos gregarios. La tonada que escuchamos no es la que producen las leyes del acuerdo y del pacto, sino el críptico son implícito en los elementos naturales: la morosa rotación del globo alrededor de su eje, el frufrú de las placas continentales cuando se deslizan unas por encima de las otras, los vagidos insólitos de las nubes poco antes de descargar su agua sobre el bosque, el crujido imperceptible de una piña al caer sobre un suelo cubierto de hojas secas, las carreras de los escarabajos cuando marchan en dirección desconocida
Los desafinados poseemos una sensibilidad muy desarrollada para percibir todos los matices, aunque se nos resisten las estructuras. Será por eso que siempre parecemos fuera de época, descolocados, como si atendiésemos a una banda sonora que va por otro lado, más remoto o más cercano, pero en todo caso de una índole más sutil Los desafinados cultivamos la devoción por lo ínfimo, no por extravagancia o esnobismo, sino porque en la melodía insinuada que producen las alas de una libélula hemos aprendido a descifrar mensajes de hondo calado. La gran partitura de la Creación nos transmite sus secretos únicamente a nosotros, sus amplificadores más fieles.
Lo mejor de todo es que, desafinado, uno nace o se hace. Para ingresar en la selecta cofradía basta con desplazar ligeramente la antena receptora de las señales acústicas: hacer oídos sordos al cura y al locutor, a la convecina y al vendedor de pescado, al mensaje profano y la consigna política. Con esa leve torsión de la atención, desaparecen del espectro los ruidos humanos (vanos mensajes sin contenido real) y pasan a primer plano los múltiples murmullos del orbe animado: animales y minerales, meteoros y plantas, paisajes, aguas, pozos, cumbres y simas, selvas y desiertos, todo, todo restalla de musiquillas capilares invitando a la danza, el abandono y la efusión.
Una vez reinstaurada la auténtica audición (la que comunica a los entes entre sí, y a éstos con la vasta corriente que los conduce hacia otro lado), se hace evidente quién, en la orquesta de la Humanidad, pone la música y quién sólo el papel mojado.
Cuanto uno ha orientado convenientemente el transmisor, ya no se inquieta por la arritmia que observa con su vecino, el ciudadano: el metrónomo con el que el desafinado ajusta su interpretación tan sólo revela la medida exacta a quien, hipersensible al cosmos e inconsciente a cualquier otra admonición (sagrada o profana), ha sintonizado su instrumento con la onda más amplia
En el arte del buceo, no hay placer comparable al de la zambullida. Todo transcurre más o menos como sigue.
Desde su falsa altura terrena, uno debe dejarse caer hasta impactar con el agua, que se abre y nos engulle. El primer contacto de la piel con la masa líquida siempre es sublime, un cambio de estado natural, una invocación a nuestra alma anfibia. Que cedamos a ella o no, depende del arrojo con que lata el corazón.
Tras rasgar la fina película de la superficie (hasta cierto punto, impura: no en vano mantiene cierta contigüidad promiscua con el aire seco de afuera), el cuerpo empieza a descender. Más que de caída, yo hablaría de cierto modo de levitación: sin ejercer fuerza ella, ni oponer resistencia yo, me entremezclo con la claridad húmeda, y me dejo disolver.
Para lograr esa fusión con el elemento sutil, es preciso anegarse sin reservas, vaciar las cavidades, devenir traslúcido. Yo suelo centrarme en la ondulación de mis cabellos (los llevos largos como hebras de sol): meciéndome al ritmo de su plácida delicuescencia, experimento cierta desposesión de la memoria, como un nacimiento que borra las marcas de polvo y me invita a fluctuar, a empezar de cero, pero sin tara uno de los privilegios del agua es que ignora la conminación: todo lo que toma, antes le ha sido voluntariamente otorgado.
Ese instante de mágica trasmutación de la carne en caldo sagrado dura lo que dura nuestra capacidad de abstracción. He oído de buceadores que aún no han regresado de las profundidades, tal es su desprendimiento onírico. A mí, en particular, el rapto me cunde entre cinco y nueve respiraciones: son varios ciclos de ausencia, pues, sobrados para atisbar los tesoros del reino básico. De ellos he hablado en mis frecuentes retornos a tierra firme (pues también existe una gravedad inversa: por ella me veo repelido del seno primordial y regreso a lo infinitamente secundario).
Mirad mis palabras: están llenas de sal y pedazos de conchas. Si os abismáis en lo que escribo, bajaréis conmigo hasta la sima despoblada. Y es que, al leerme, os mojo un poco: en cada gota que destilo hay un espejo de las vidas submarinas: blandas, ligeras y deletéreas como hilillos de plancton vagando en el plasma del más allá cercano.
Contemplaos en mí: soy el cosmonauta de la densidad. Trasfiguro los pesos en volandas verticales. Aclaro el pensamiento con vastas promesas de indeterminación.
Surcadme, hundíos en mí: saldréis, anónimos, por fin al otro lado ni agua, ni luz, tan sólo estrellas inmensas y acontentadas en su propia nulidad de no ser más que un cuerpo leve que desaparece sin dejar rastro.