Llegan los fríos (pues no es uno, sino múltiples: sólo el calor reúne lo que su ausencia ha dividido). Por las ventanas penetra el anuncio de la estación: una cuña de aire por donde se escapa el solsticio. Caen lentamente las luces: amanece cada día más tarde a quien Dios le ayuda y, para el noctámbulo, anochece más temprano. Dudan un tanto las ropas: unas se alargan y otras permanecen cortas (la piel ignora la común sensibilidad). Flirtean las hojas con la vertical, mientras la acera se apura en trenzar con ellas una alfombra. El fragor es creciente: los niños juegan a perder la compostura, el camión enmudece el desorden colectivo, se abrevia la paz hora tras hora, no hay nombres para aliviar este caos descendente (sólo adjetivos).
Pronto a lo sumo, un par de meses, el orbe girará en redondo y volverá la desnudez a ocupar su antiguo sitio: el del extremo rugiente, sin mezcla ni vaivén, pura esencia concentrada en su ser sólo de un modo. El invierno es lo que tiene: no acepta el clásico tejemaneje de ahora vas y luego vienes. En cambio, al otoño le gusta negociar: cada día se extiende la moqueta donde se reformula el valor exacto de la temperatura real. Hoy aceptas, por ejemplo, lo que mañana vas a rechazar. Se trata, en puridad, de una protesta silente: la duda otoñal refuta la humana pretensión de durar en un estado.
Así que, yo lo celebro: que dure la indecisión entre el sol y su adversario, que los bordes se redondeen y yo pueda verlo. Pues ya habrá tiempo sobrado para cortarse la piel con los cantos vivos del año: de momento, a este fresco septiembre yo me aferro. Que los filos fieros de la identidad permanezcan al margen. Yo prefiero lo ondulado.
Escrito por JoséLuis a las 8 de Septiembre 2004 a las 01:45 PM