La conciencia la gran desgastadora es una anciana hambrienta de renovación. Su condena consiste en que, todo lo que toca, lo despoja de su encanto y su primor. Su redención, que experimenta con ello un único instante (el primero) lúcido y fragante, pura delicia embriagadora. Entre ambos extremos, el pueril y el senil, no existe un término medio: la conciencia, o bautiza o entierra, o ignora disfrutando o sufre porque sabe ya demasiado
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El exceso de sol mata el color, que es tímido y no apabulla. Para que muestren sus antenas, los tonos requieren cierta compostura: un cielo amable, una fina gasa de nubes o, en su defecto (el ideal es una flor rara, mas no inviable), las horas extremas del día. Al cromático esplendor le disgusta el orto. La inclinación es su delicia.
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Los deseos NO son proyectos: no apuntan hacia el mundo del fruto (el futuro es una ventana). Los deseos manan del haz del tiempo para ensoñar con el envés de la eternidad. Los deseos prefieren un quizás en la mano que cien certezas volando. Los deseos se saben perecederos, así que no plantan nada su siembra les confiere en transparencia lo que les resta en densidad. Los deseos reinan, pero no gobiernan: su esfericidad tiende siempre hacia otra tierra
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Filosofía de la composición. El autor es un brujo: para suscitar ciertos efectos en el receptor, ha de reproducir fríamente los ritos consustanciales a la temperatura real aunque él esté ausente y ya no la sienta. El verdadero embriagado no puede compartir su algarabía. En el ámbito de la creación, la maestría es felina y no confía en la suerte.
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La poesía es la llave y es la puerta que se abre. Es la espera y lo esperado, el contenido y el contenedor, la flecha y la diana. La poesía encierra lo que está diseminado (para que no se derrame) y libera lo que se retiene en su propia limitación (para que corra y busque un nuevo establo). La poesía es el punzón y lo punzado, el hilo, la aguja y el bordado. ¿Y nosotros? ¿Y yo? El público desangelado que, al son que ella marca, reacciona.
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El sismógrafo de mi escritura es tan sensible a mis vaivenes que con idéntica fidelidad refleja el auge sustancial y la catástrofe accesoria. Su actitud para conmigo no es la del científico sensato, sino la del amante enardecido.
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La confianza desmedida que requiere todo comienzo resiste mal la prosaica administración típica de los desarrollos.
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De lo que la vida me va presentando a la lectura, yo sólo retengo los titulares. En la primera fase (germen inicial y sabroso), esta contenido todo el sentido en su estado mejor: el de promesa.
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Para un escarabajo o una paloma torcaz, el bosque es una ciudad llena de signos: no lo ven como yo lo veo (exento, libre de marcas, preñado de enigmas que no quiero resolver, sino custodiar en su estado de irresueltos). Y es que el hábitat es una pizarra: mientras que sus inquilinos se atienen a los trazos de tiza, el visitante ocasional percibe únicamente su fondo no escrito.
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Todo incremento de la autoconciencia redunda en una mengua de la autopercepción. El sexto sentido, que es el del propio yo, se embota con suma facilidad: o capta, o se desvanece.