En el arte del buceo, no hay placer comparable al de la zambullida. Todo transcurre más o menos como sigue.
Desde su falsa altura terrena, uno debe dejarse caer hasta impactar con el agua, que se abre y nos engulle. El primer contacto de la piel con la masa líquida siempre es sublime, un cambio de estado natural, una invocación a nuestra alma anfibia. Que cedamos a ella o no, depende del arrojo con que lata el corazón.
Tras rasgar la fina película de la superficie (hasta cierto punto, impura: no en vano mantiene cierta contigüidad promiscua con el aire seco de afuera), el cuerpo empieza a descender. Más que de caída, yo hablaría de cierto modo de levitación: sin ejercer fuerza ella, ni oponer resistencia yo, me entremezclo con la claridad húmeda, y me dejo disolver.
Para lograr esa fusión con el elemento sutil, es preciso anegarse sin reservas, vaciar las cavidades, devenir traslúcido. Yo suelo centrarme en la ondulación de mis cabellos (los llevos largos como hebras de sol): meciéndome al ritmo de su plácida delicuescencia, experimento cierta desposesión de la memoria, como un nacimiento que borra las marcas de polvo y me invita a fluctuar, a empezar de cero, pero sin tara uno de los privilegios del agua es que ignora la conminación: todo lo que toma, antes le ha sido voluntariamente otorgado.
Ese instante de mágica trasmutación de la carne en caldo sagrado dura lo que dura nuestra capacidad de abstracción. He oído de buceadores que aún no han regresado de las profundidades, tal es su desprendimiento onírico. A mí, en particular, el rapto me cunde entre cinco y nueve respiraciones: son varios ciclos de ausencia, pues, sobrados para atisbar los tesoros del reino básico. De ellos he hablado en mis frecuentes retornos a tierra firme (pues también existe una gravedad inversa: por ella me veo repelido del seno primordial y regreso a lo infinitamente secundario).
Mirad mis palabras: están llenas de sal y pedazos de conchas. Si os abismáis en lo que escribo, bajaréis conmigo hasta la sima despoblada. Y es que, al leerme, os mojo un poco: en cada gota que destilo hay un espejo de las vidas submarinas: blandas, ligeras y deletéreas como hilillos de plancton vagando en el plasma del más allá cercano.
Contemplaos en mí: soy el cosmonauta de la densidad. Trasfiguro los pesos en volandas verticales. Aclaro el pensamiento con vastas promesas de indeterminación.
Surcadme, hundíos en mí: saldréis, anónimos, por fin al otro lado ni agua, ni luz, tan sólo estrellas inmensas y acontentadas en su propia nulidad de no ser más que un cuerpo leve que desaparece sin dejar rastro.
Escrito por JoséLuis a las 2 de Agosto 2004 a las 01:20 PM