Siempre empiezo la casa por el tejado. Claro. ¿Para qué erigir una imponente construcción que fracase justo en su cubierta cristal de todos los deseos, tragaluz insomne?
Invirtiendo el proceso edilicio, anteponiendo mi quimera a cualquier proyecto viable, me aseguro de que la brújula apunte siempre al norte magnético (no al geográfico) y la plomada comunique lo alto y lo bajo del modo más sucinto.
Sosteniendo un mundo presunto sobre mis hombros, le obligo a existir, a comparecer ante esta boca edéntula y succionante, ante esta pista de aterrizaje del vapor y la calima, agua inconcreta.
Si yo, por el contrario, confiara mi destino a una lenta erección meticulosa (certeza tras certeza: peldaños de la maduración frutal), no acabaría el niño en la cesta flotando río abajo, no se vería su halo de luz y de promesas desde la orilla incrédula. La vida entera quedaría intacta como corteza en la encina, ya no corcho humeante navegando a la deriva.
Y para qué entonces construiría nada, sin esa desmesura, sin el atroz desafío de sustentar mi azotea toda de nubes en columnas de pura nada: anhelo, ambición, querencia y desvarío.
Escrito por JoséLuis a las 24 de Mayo 2004 a las 01:53 PM