Quien desee alzarse hasta la cumbre exenta, primero ha de renunciar a escalarla. Tumbado en la llanura, en espera horizontal, debe entregarse a la fe en los géiseres, y confiar en que un chorro de agua caliente le impulse inopinadamente hasta la cima. Sólo así superará una la conciencia profana del alpinista (quien cultiva sus propias fuerzas humanas, minimizando la altura a coronar) para asumir la identidad del ave, el cometa o el globo aerostático.
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Nada compensa el esfuerzo invertido en ello pues, con cada gota de sudor, se diluye la distancia que separa al espíritu deseante del objeto deseado distancia que, en realidad, no queremos suprimir, sino preservar en el acto mismo de la consumación.
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¿Acaso no consagramos nuestros mejores recuerdos a los trofeos desproporcionados, bien porque no nos los esperábamos, bien porque sabemos que no nos los merecíamos?
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Los dones que ansío son los de naturaleza vertical (la gracia que desborda todo cálculo y espectativa), respecto a los cuales los logros horizontales se me antojan, de tan humanos, sosos e incoloros.
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Subyace al espíritu de sacrificio una desmesurada egolatría, un antropocentrismo feroz que al fin resulta siempre insaciable, pues nada apaga la sed de todo excepto la Nada.