Con objeto de escapar a la fuerza succionadora de la gravedad, una aeronave ha de alcanzar una determinda velocidad de fuga. Para ello, los ingenieros la dotan de potentes propulsores, de chorros ígneos con que pueda trasgredir la ley según la cual todo lo que sube, cae. El horizonte es conseguir una capacidad de aceleración tal, que la lógica se invierta y el magnetismo se transforme en repulsión (Saturno vomitando a sus hijos).
Pero aquello que es válido para los cuerpos sólidos, no tiene por qué serlo para las sustancias espirituales.
Por ejemplo, una nube abandona lentamente las capas inferiores de la atmósfera, y para lograrlo no ha de realizar ningún esfuerzo. Las gotas de rocío matutino se elevan dulcemente hasta los cielos sin delinquir en ningún momento contra la Madre Naturaleza (hasta el punto de que Cyrano soñó utilizarlo en su viaje a la Luna, tal es su capacidad de traslación onírica).
El humo que desprende el cigarrillo que fumo me comunica esta lección: para evadirse del mundo que te atenaza, no has de alimentar la prisa (correlato físico de una perversidad moral), sino la parsimonia.
Ralentizándose, el pensamiento se aclara y se aligera. Poco a poco, se empieza a elevar y, en un lapso de tiempo ilimitado (cuando se trata de procesos de sublimación, no hay términos previos), abandonará el círculo carcelario de la Tierra. Sin vulnerar un solo decreto cósmico, sin atentar contra una disposición de Dios: con la inocencia de un globo que, movido por su propia oquedad interior, se separa y se va.
Escrito por JoséLuis a las 19 de Diciembre 2004 a las 01:58 PM