El fino musgo pulviscular recubre mi piel como una película de otros tiempos se adhiere al ojo que la contempla. Una capa de arena y limo obtura los poros por donde, otrora, yo respiraba. Hojas muertas, tallos rotos y una grasa rara se amontonan sobre mi cabeza, formando una argamasa que, si no solidifica, es porque vivo inmerso en la más salvaje humedad. Cadáveres de insectos, mudas de serpientes y alguna que otra crisálida vacía componen un orgánico muestrario de lo que un día fue útil y ya no. Los desechos conviven sobre mí entremezclados con jóvenes retoños, brotes y semillas que, aun ocultas bajo tierra o entre los pliegues de mi ropa, atestiguan el empuje del movimiento en un entorno aparentemente estático.
También hay ruidos: un fragor de mordisquillos, de patitas que corren, un frufrú de alas levantando el vuelo, por no hablar del gorjeo de un arroyo o esa llovizna persistente que cae de los árboles (agua bendita sobre tierra feraz: posteridad asegurada) y empapa mi frente con sueños de resurrección.
Sigo en mis trece: casi de nuevo barro amorfo, desfigurado, libre de la determinación que me encarcelaba y de la que me voy liberando, entrego anuente mi cuerpo al bosque develador. Que sea Él quien me despoje del sudario y me reintegre (ya tan sólo Luz) a la Mezcla primordial.
Escrito por JoséLuis a las 9 de Noviembre 2004 a las 05:11 PM