9 de Noviembre 2004

UN CUERPO EN EL BOSQUE

El fino musgo pulviscular recubre mi piel como una película de otros tiempos se adhiere al ojo que la contempla. Una capa de arena y limo obtura los poros por donde, otrora, yo respiraba. Hojas muertas, tallos rotos y una grasa rara se amontonan sobre mi cabeza, formando una argamasa que, si no solidifica, es porque vivo inmerso en la más salvaje humedad. Cadáveres de insectos, mudas de serpientes y alguna que otra crisálida vacía componen un orgánico muestrario de lo que un día fue útil y ya no. Los desechos conviven sobre mí entremezclados con jóvenes retoños, brotes y semillas que, aun ocultas bajo tierra o entre los pliegues de mi ropa, atestiguan el empuje del movimiento en un entorno aparentemente estático.

También hay ruidos: un fragor de mordisquillos, de patitas que corren, un frufrú de alas levantando el vuelo, por no hablar del gorjeo de un arroyo o esa llovizna persistente que cae de los árboles (agua bendita sobre tierra feraz: posteridad asegurada) y empapa mi frente con sueños de resurrección.

Sigo en mis trece: casi de nuevo barro —amorfo, desfigurado, libre de la determinación que me encarcelaba y de la que me voy liberando—, entrego anuente mi cuerpo al bosque develador. Que sea Él quien me despoje del sudario y me reintegre (ya tan sólo Luz) a la Mezcla primordial.

Escrito por JoséLuis a las 9 de Noviembre 2004 a las 05:11 PM