Encapsulamiento: modalidad de suicidio aparente que, semejante a descender por un túnel excavado con las propias mandíbulas, devora tierra y escupe aire (como un vaciarse para hincharse mejor, más a conciencia).
La incertidumbre antes—la incertidumbre durante: comparada con ellas, la incertidumbre de después proporciona una rama en que apañar un posadero.
Caminante, sí hay caminos: lo que no hay es atajos.
Aunque tus raíces no logren penetrar la tierra dura, y mientras sigas podando las ramas que, de proliferar, te degradarían a la condición de matorral, seguirás perseverando en tu vocación arbórea.
Si deseas percibir el aroma del infinito, no formes un grupo cada vez mayor abstrayendo las diferencias: prefiere, en cambio, la división meticulosa de cada ser en sus partes constituyentes, hasta perderte (rocío que sonriendo humea) en su amanecer.
Ni una tentación va a rechazar mi corazón amante: así como las criaturas más feroces y sanguinarias, también los pecados son hijos de Dios.
Existe una voluptuosidad en la condenación y una voluptuosidad en la virtud, ambas coincidentes a los ojos del Creador.
Se erosiona la punta de la estilográfica con cada palabra a la que presta su luz: ella, no incombustible, sólo otra luz refleja, y la transmite.
Casual y necesario, fruto del encadenamiento de sucesos que se precipitan en caída libre sobre la tierra, se va desplegando el poema: como una visión que hace aguas y, licuada, te empapa la piel primero; enseguida, el corazón.
La ventana tiene dos contraventanas: si dejas las dos abiertas, pierdes la concentración; si cerradas, la visión. El equilibrio es un compromiso que parpadea como un bebé.
La coordinación de dos manos, con sus cinco dedos y sus quince falanges y doscientos cincuenta modos de doblarse y extenderse—La necesaria abnegación que cada tecla demuestra, al descender y presionar (por un complejo mecanismo de poleas y contrapesos) su macillo, y éste su cuerda: como un piano, mi espíritu sólo responde si se le sabe preguntar.
En la contemplación desvinculada de un objeto concreto o de un fenómeno atmosférico, la mente se abstrae de sus límites artificiales para librarse (¡sublime inversión con los dos ojos!) a sus límites innatos.
La paciencia cruje y se tambalea
si sobre ella no se deja sentir,
ocasional, la causa que la produce
—araña tejiendo sin fin.
No hay gracia—No hay donación. El desparpajo se ha consumido, y la cera que todavía arde pronto será libada por el Gran Bebedor. Tiempo es de renunciar a la función de contenido y recobrar la de continente (a la sazón sí me llenaba).
Los muebles fácilmente portátiles son los que cuentan con más números para verse agraciados en la rifa de la inmovilidad.
La amplitud de un espíritu por dentro se revela en los prolegómenos de una acción, no en la acción misma: igual que un saltador de longitud, la distancia alcanzada depende en gran medida del impulso que se tome.
Una ventana cerrada por fuera es un ataúd clavado por dentro: al paisaje no se aboca, ni en lo hondo encuentra quien lo apacigüe.
Como el fuelle de un acordeón, mi espíritu posee una condición retráctil: se dilata para llenarse de aire, y se comprime para emitir música.
Mi cuaderno posee una doble función inconfesada: así como en los días fastos, él tira de mí y yo cabalgo, en los nefastos soy yo el que tira de él (sonrisa retorcida, látigo en mano).
El tapón que preserva el proceso de maceración del mosto es también el obstáculo que reprime y aniquila su fluvial propensión a derramarse estérilmente por los campos de mayo.
No será la oscuridad completa, si resplandece
la fachada de los pisos que hay enfrente:
llegará la luz amortiguada
con toques de beis, ocre y verde
a mi rincón por la mañana
—gris esperanza,
su halo me envuelve.