Indolente
prende
la llama en el quemador
(ella sabe
quién arde
y quién no).
Su calor
es el de un sol
impenitente:
no requiere espectador
ni perrito que le ladre.
Su luz, acre
testimonio ausente,
se dirige en procesión
adonde no va nadie.
Que allí se quede,
me digo yo—
penúltima estación
de mi desaire:
espacio repelente
o imposible salvación.