Nadie hablará de mí cuando haya muerto, o peor, se dirán barbaridades, como que hice esto o no hice aquello, que me pasé o me quedé corto, en fin, que mi vida fue un desastre y que estaba muy bien muerto.
Nadie saldrá en mi defensa con un silencio bien modulado, limpio y elocuente; no habrá quien por mí sepa contener el improperio, la pulla hiriente, la baza de arremeter contra quien no podrá defenderse. Se ensañarán.
Igual que cuando estaba vivo, me lloverán los palos por todos lados—y lo peor es que estaré expuesto, propicio, sin escapatoria: no me quedará sino aguantar, aguantar hasta que cese y pueda, por fin, descansar anónimo, tranquilo y olvidado.