11 de Febrero 2004

Un pequeño cielo de estrellas

“Ningún yo, ni siquiera el más ingenuo, es una unidad, sino un mundo altamente multiforme, un pequeño cielo de estrellas, un caos de formas, de gradaciones y de estados, de herencias y de posibilidades” (El lobo estepario).

Si una ventaja ha de suponernos la tecnificación, es que nos proporciona tiempo libre suficiente como para consagrarnos a nuestra alma primitiva y sus trabajos predilectos: el ensueño, la divagación y la quimera.


Sólo hay un modo de preservar la continuidad con las fuentes, y es abrir un canalillo por entre la tierra seca / para que la surque su agua primordial.


Remitirse al origen permanentemente, no para quedarse varado en él sino, mondo y lirondo, para seguir avanzando / cada vez más cerca del final.


Pregunto tan sólo para no recibir respuesta —pido únicamente con el fin de que no se me dé: nada de lo que busque habrá de ser encontrado (y todo con objeto de rememorar la suficiencia antigua del yo).


Hórrida influencia, la que la autopercepción ejerce sobre nuestra capacidad de actuar.


¿Dónde quedan los trampolines que franqueaban el paso a la Gran Altura —dónde las palancas / con cuyo empuje alcanzabas tú tu unción?


Cuando la recurrencia degenera en hábito, se hallan más cerca las correas del Cerbero.


La añoranza de la vida es ella también vida —y no muerte todavía.


La espera pide pan.


Todo agujero (en la presencia, en la atención) exige ser tapado.


No hay sitio para nadie, allí donde todos cabemos.


Por sofisticadas que sean tus técnicas de conservación, no hay más sabroso que el que acabas de hornear.


La perspectiva del final confiere un ritmo a mi música: sin ella, se arrastrarían sus notas como un áspid nauseabundo, carente de norte y de altura ninguna.


“Mañana, quizás, ya no he de estar”: tal es mi divisa, la invocación que pronuncio para mis adentros cuando el tiempo amenaza con perdurar demasiado.


Si no somos eco de las voces interiores, en sombra nos convertiremos de la luz de afuera.


Lo que no es todo, es parte —y, como tal, lo dejo aparte.


Uno se autolimita por mera oportunidad estratégica y acaba / limitado con inocente devoción.


Sin enemigos, el gigantón se dedica a hacer calceta para sus piececitos fríos.


La desolación de la quimera es una papa frita comparada con el hastío que me provoca la pura realidad.


Sólo lo incompleto, lo truncado —únicamente aquello que no alcanzó su plenitud contiene en su interior / aire bastante para que yo pueda respirar.


Ralentizar los procesos para coquetear (morbosa delectación necrófila) con su fruto podrido.


No es el valor como justiprecio lo que en un texto importa, sino el valor en cuanto arrojo (o, en términos farisaicos: inversión ruinosa).


Toda consumación es una forma de muerte anticipada.


Incluso la más artificiosa de las pirotecnias verbales oculta / una chispa que, de acercarle la lumbre pura, provocaría una bellísima deflagración.


¿Una nueva conciencia? Suspende la actual…


Insensibilidad —embotamiento: incapacidad para salir afuera (que no me atrae) ante la ausencia de una perspectiva interior (que me rechaza).


La propensión a lo sublime se ha interrumpido ante la pujanza de la mediocridad circundante: para reactivarla, tendrás que rodearte de un nuevo ambiente de referencias —más antiguo y propicio a los quehaceres de la esencia.


Si deseas conocer lo que en el centro se esconde, habrás de empezar esquilmando su periferia.


Purificación. Forma primera de decantarse la figura, antes de mostrarse como mera representacón.


La empresa estéril, el denuedo que no obtuvo resultado: de entre los gestos bellos, yo me quedo con el propósito baldío por completo —y que, a mis ojos, todavía brilla.


“Ir buscando eternamente mutaciones del yo conduce a la inmortalidad” (El lobo estepario).

Escrito por JoséLuis a las 11 de Febrero 2004 a las 12:15 PM