11 de Mayo 2005

LAS OBRAS COMPLETAS DE LA NADA

Si hay que equivocarse, que sea A LO GRANDE.

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¿Cuánta tierra hay que excavar antes de que vuelva a la luz —donde ya estuvo— la gema oculta?

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Picando piedra evoco la primacía del aire. Soy una bomba de vacío rodeada de solidez por todas partes.

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La esperanza es una semilla que no germina hasta que dejas de esperar.

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Votos ciegos: se formulan con precisión, se entierran y se olvidan. Cuando asome el primer brote, los tendremos por milagros.

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Llovida del cielo, vuelve a la tierra el agua que se le escapó.

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Lo peor de perder el hilo es que, con él, se extravía el anzuelo.

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Nada llena a quien no se ha vaciado primero como una copa anhelante de vino.

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El fanatismo de la supervivencia. Miles de víctimas caen presas en la trampa de inmolarse para agonizar unos cuantos años más.

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“No serviré”. El ángel no cayó por dañino, sino por perezoso. Su ejemplo es, desde entonces, faro y guía para los apóstatas de la noria.

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La glándula de la simbolización, tan sutil, se comporta según modelos estrictamente físicos.

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El medio para consumar la ansiada reapropiación es alcanzar la infrecuente desfamiliarización. Olvidarse para recordarse.

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La densa capa de grasa que preserva al nadador del frío del agua, es la misma que le impide notar que, al cabo, nada.

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La docilidad de las velas es el requisito necesario que asegura el mando firme del timonel.

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Atado al palo mayor, y enloquecido, no veo que son las propias sirenas quienes reman.

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Hay dos modos de acabar con el fuego: sacarle el aire o negarle el combustible.

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Hay que vivir como si te quedaran dos telediarios y pensar como si uno fuese invulnerable.

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Despertarse y encontrar una superficie lisa y pulida donde ayer había rocas, hondonadas, quiebros y requiebros. Ponerse en pie y sentir que uno sigue tumbado —¿o aplastado por un peso que yo mismo he amasado, con manos distraídas, con displicencia, mientras mis ojos miraban para otro lado?

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La luz que falta es la oscuridad que se va.

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La podredumbre que aquí amenaza, allá promete.

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Amplias zonas del puente de mando permanecen en manos del enemigo. Su pasividad enciende las alarmas que, ensordecida por la maquinaria, la tripulación no puede oír. Entretanto, el barco navega a la deriva: desde fuera, no hay quien advierta su falta de dirección. El cataclismo, así, acaba deviniendo natural.

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Al organismo moribundo, la progresiva falta de oxígeno se le figura una apertura de puertas.

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Último bastión: el enclave más expuesto, el humilde parachoques, asume la tarea de caja de seguridad. El tesoro, el albur de un golpe de dados. Ordalía extrema: el último cartucho cumple el papel del escudo protector. Redímete o revienta.

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Las imágenes que retiene mi memoria son las que mi mano desechó.

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El grupo humano, en constante movimiento de traslación, compone el cuadro de una naturaleza muerta.

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Como un energúmeno que hubiese perdido la audición, gesticulo ante una orquesta que ejecuta mi propia partitura: conozco la forma, pero ignoro la repercusión.

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Soy el efecto que produzco. Para creer en mi inexistencia real, me basta con abstenerme de toda acción, toda impureza.

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Existe la espiral de la violencia y la espiral de la mansedumbre. Ambas se imponen como un fragor trascendente ante el cual uno debe prosternarse.

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El control extremo es una forma de anarquía.

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Al eterno emprendedor, los frutos le desaniman: para conservarse en su entusiasmo (salmuera que curte mas no envejece), debería perseverar en estado de semilla, de esbozo, de indeterminación.

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En la difuminación de todos los contornos subyace un perfil más incisivo.

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Cuando te abandonas, sin cálculo ni anticipación, recuperas la actitud filial, el amparo: tu inocencia. Cuando aboles —distraída mente— la perspectiva, gozas sin razón (mas con motivo).

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La trascendencia horizontal (autoengaño del tiempo cuando reniega de la sucesión) tapona el aliviadero vertical —el único que, en verdad, lo entiende.

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El folio que, completamente desplegado, me asfixiaría con su blanco encuadrado de grises, me seduce doblado por la mitad (luna semioculta, astro ciego).

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Concretando: lo infinito se encarna en lo limitado por todas partes, excepto por donde se lo ve.

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Las ramas, proliferando como ensueños de una mañana mejor, llevan en su interior nuevos troncos y raíces; su carácter derivado fecundará una arborescencia inédita.

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Raíces aéreas: absurdo lógico que viene a satisfacer íntimas necesidades oníricas.

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El estropajo en el arcén anuncia drásticas canículas. Pedaleando, el ciclista se lamenta de su seca suerte o su imaginación demasiado húmeda.

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La esponjosidad de la imagen requiere, para dilatarse, del rocío en la mata y la burbuja en el estanque.

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Para el espíritu decorativo, todo es esencial (y viceversa, ¿claro?).

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Cuando se ve rodeado por amplias extensiones inconcretas, la sensibilidad tiende a colonizarlo todo; de lo contrario, se retrae y cultivo un solipsismo inane e improductivo.

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Estiaje. Del que fue río orgulloso quedan, como remos olvidados, los límites del cauce.

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“Concierto sin orquesta”: el único instrumento es un coro y el pianista, su interlocutor.

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Tocando el tambor en el armario, no sé qué es peor: la nula resonancia, el calor o la imposibilidad de estirar los brazos —antaño alas.

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Las obras completas de la Nada se escriben con tinta invisible (y se leen a oscuras).

Escrito por JoséLuis a las 11 de Mayo 2005 a las 10:57 AM